Pocos silencios van a salvarnos

07/12/2022

Cayetana Cabezas.

Cayetana Cabezas

Cayetana Cabezas

 

Pocos silencios y ninguna mentira.

La acumulación de cuentas pendientes que guardan las puntas de nuestras lenguas no es sostenible. Al menos no eternamente. Pero, si bien no es sencillo decir siempre lo que se piensa, más complejo aún lo es decirlo cuando se piensa. La palabra exacta suele llegar tarde. Exacta en el sentido menos matemático del término. Exacta en lo que a verdadera se refiere. Si es que la verdad existe, que empiezo a pensar que cada uno tiene la suya y ninguna de ellas lo es.

Los epitafios están repletos de buenos deseos no nombrados de los vivos hacia los muertos. Confesiones tardías y en piedra; los humanos somos hábiles creando inutilidades esenciales. Generosa madre, admirada hija, adorada esposa, RIP. André Gorz escribe Carta a D en el ocaso de la vida de Dorine, su gran amor. «Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues siendo bella, elegante y deseable… ¿Por qué estás tan poco presente en lo que he escrito si nuestra unión ha sido lo más importante de mi vida?… Te escribo para comprender lo que he vivido, y lo que hemos vivido juntos.» Le escribe porque parece ser que hay mucho que no le ha dicho. Le escribe, quizás, porque durante toda una vida se ha dedicado a escribir para otros, a hablar para otros, a negarle el cuidado que supone decir lo hermoso que uno siente. Le escribe porque se les acaba el tiempo juntos. Dorine tenía entonces una enfermedad terminal que culminaría con el suicidio de ambos. André, que en otros libros había definido a su mujer como «una criatura que inspiraba compasión y se habría destruido sin mí», reconoce, ante su inminente pérdida, lo valiosa que ha sido para él. Tanto como para renunciar a la vida si Dorine ya no iba a estar en ella. Y unos y otros dirán que esta es una bella declaración de amor y que las cosas llegan cuando tienen que llegar, pero yo creo que las palabras que no llegan a tiempo, no llegan. Es decir, no alcanzan, porque nunca son suficiente para definir lo que fue y ya no es. Sí, amansan, templan, a veces incluso sanan, si no a las dos, a alguna de las partes implicadas, pero las palabras que llegan tarde no sustituyen a las calladas y, sin duda, tampoco las compensan.

Es curioso cómo, sin embargo, los malos deseos parece que no se atascan tanto como los buenos. Y, desde luego, jamás quedan labrados en el frío granito. Claro, uno no se la juega con los muertos echándoles mierda encima; bastante tendrán con lo que tengan, que a saber qué es. La contundencia que tomó a Oscar Wilde en De profundis, mucho menos amable con el objeto de su amor, se transformó en una lúcida misiva desde el calabozo en el que el joven le metió. «Tienes que leer esta carta de principio a fin, aunque cada palabra sea para ti el fuego o el escalpelo del cirujano, que hace arder o sangrar la carne delicada… Aún estoy por conocerte. Lo que tengo ante mí es el pasado.» Se escribe sobre lo vivido, lo no vivido o lo que queda por vivir; no se puede escribir mientras se vive. Ahora, y he aquí la buena noticia, sí hablar. Esa es tal vez la mayor ventaja que tiene la voz sobre el texto, existir en el absoluto presente. Pero se vive hacia delante y se entiende hacia atrás. Por eso, tantas veces, cuando, por fin, somos capaces de decir lo que nos pasa, ya se nos ha pasado. O ha cambiado. O nos ha cambiado. O nos hemos quedado sin oyente. Y entonces hablamos, no para que el otro sepa, sino para ponernos en paz con nosotros mismos por el hecho de haber callado tanto tiempo. Hablar también nos sirve para entender y entendernos. Practicar la palabra, no como sentencia firme, sino como ejercicio, desenreda y enriquece la experiencia.

Cuando verbalizamos en pretérito las emociones («te adoré, te perdí, ya ni modo», que diría la ranchera), lo que nos golpea no es la realidad emocional de entonces, esa no vuelve jamás, sino la nostalgia que nos provoca comprender tarde aquello que sentíamos. Quizás por y gracias a eso se escriben libros. Páginas y páginas de cuentas pendientes, de emociones silenciadas porque no han podido ser confesadas a tiempo. El dolor se acumula de manera irreversible cuando uno identifica lo que siente pero a pesar de ello, tal vez por miedo, elige el silencio, o peor aún, el engaño. Nombrar es comprometer la vida con el lenguaje. Mentir es un intento fallido de estafar a la vida y, casi siempre, una pérdida de tiempo, tanto para el mentiroso como para el mentido.

No esperemos a estar balbuceantes en el brindis del 31 de diciembre para decir lo que tengamos que decir y así poder echarle la culpa, la mañana del 1 de enero, al chisporroteo del cava. Comprometámonos. Hablemos con la calma que da saber que la palabra no borra los actos. Porque estos, sin embargo, sí se imponen a la palabra. Probemos a nombrar lo que nos pasa antes de que se nos pase. Agitemos el diccionario buscando la palabra exacta. Exploremos la punta de nuestra lengua, a ver qué se guarda. Pidamos ayuda al que queremos que escuche. Pidamos escucha al que queremos que ayude. Pocos silencios van a salvarnos. Pocos silencios y ninguna mentira. Desabotonemos nuestro pecho, lento, firme, suave, que esperar es morirse un poco y yo quiero vivir muchos años. Una vez muerta, la lengua, como escribió la Premio Nobel de Literatura Annie Ernaux, «seguirá poniendo el mundo en palabras». Cierto, pero ya no serán las mías. Tampoco las tuyas, las nuestras. Así que, como estoy convencida de que cielo e infierno son lo mismo pero con distinto horario, aquí me tienes, desenredándome el sentir sin miedo y hablándote en voz alta mientras te escribo mis verdades.

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