
Cayetana Cabezas
La gula es uno de esos pecados capitales que arranca más aplausos que penitencias. Nos la perdonamos, quizás, porque parece más inocua que la ira o el orgullo, más popular que la avaricia o la soberbia, más divertida que la pereza y, para los más gazmoños, mucho menos pecado que la lujuria. La gula es campechana y eso en este país gusta, apacigua y calla, ¡que con la boca llena no se habla! Y no es que sea yo practicante de catequismos, pero observo y vengo comprobando que, en estos días de Felices Fiestas y nuevos propósitos, la supuesta falta que con mayor impunidad y más disfrute practicamos es la voracidad. No tanto por lo comido y bebido, ojo, que también, sino por lo delicado que es identificar que algo o alguien no apetece y lo prácticamente imposible que resulta no tragárselo.
Hablo de pecado, penitencia o falta, en tanto que estos son los términos que utilizan los preceptos bíblicos, no porque quiera yo señalar o culpar a nadie, que aquí el que más y el que menos ha pasado ya mucho. Según se enciende el entramado de luces de las calles, como si fuesen ellas las que marcan el inicio de las Pascuas, pareciera que nos poseyese a todos una especie de síndrome del fin del mundo. Y entonces empiezas a quedar casi a diario con amigos y no tan amigos; que “hay que tomarse un vinito antes de que termine el año”. No es hasta que la resaca (física, emocional y social) releva a la concatenación de eventos, que tomas consciencia de cuan bien te habría venido poder discernir entre qué querías realmente y qué estabas haciendo por compromiso; por que no se tire comida, por miedo a morir mañana o por si decir “no” pudiera implicar que alguien dejase de quererte.
Tal vez por todo esto (y probablemente algo más), cuando llegó el 31 de diciembre por la noche, aunque llevabas sin saber lo que era el hambre desde el puente de la Constitución, remataste las tres bandejas de langostinos, que para eso os habían costado medio alquiler, repetiste de cabrito, porque es la especialidad de papá (y además te había servido «solamente este trocito pequeño, que es todo hueso»), probaste la quiche del tío Juaco (¡qué menos, si se había pasado toda la mañana en la cocina!) y degustaste sin rechistar la crema de almendra de la tía Menchu, porque no es Navidad si no la hace y porque, reconozcámoslo, se te había olvidado que estuviera tan deliciosa. El colofón lo puso media tableta (el síndrome del fin del mundo no te deja tomar solo un pedacito) de turrón de chocolate negro con tamarindo asiático. Las del chocolate negro sois tu madre y tú; no podías dejarla sola en eso. Así que, aunque tu doble erre estaba rrrara desde hacía rrrato y se te estaban borrrando de la lengua ya todas las consonantes implosivas, pediste más espumoso al que lo tuviera a mano para que el banquete bajase y pudiesen caberte las doce uvas. No es culpa tuya que el límite entre el hedonismo y la narcosis no esté nítido. No lo está nunca, pero en Nochevieja menos.
Y a todo este despliegue de excesiva oferta gastronómica y compañía excepcional, se le sumó el diluvio de happyposts de las redes sociales, al que, en algún momento, tú también querías aportar tu conclusión anual, acompañada de una foto a la altura de todo lo que deseabas agradecer o dejar atrás y todo lo que esperabas del año próximo. Todo. Todo en un post, que así se concentran los likes. Pero ya lo haré después, pensaste. Hay que elegir bien la instantánea y hacerle los retoques pertinentes. Mientras tanto, algún stories de aperitivo, no vaya a ser que el algoritmo se crea que me ha perdido. Tener público es una responsabilidad. Por eso, en cuanto cerraste la puerta de tu habitación y te acostaste en la cama que dejó de ser tuya a los dieciocho, en lugar de quedarte a solas con el sonido remanente que guardaban tus oídos después del jaleo, como ocurría cuando volvías de fiesta en aquellos tiempos en los que parecía que beber a diario no suponía perder vida, en lugar de abandonarte al placer de la soledad y el silencio, entraste en la carpeta de fotos recientes y te pusiste a elegir la imagen “resumen 2022”. Y entonces recordaste que, cuando eras adolescente y cerrabas esa misma puerta, no te quedaba otra que escucharte. Y que fue en esa escucha donde identificaste tus apetitos más genuinos, donde descubriste de qué tenías realmente hambre y encontraste la integridad para no zamparte cualquier cosa que te pusieran delante. Ahí, en esa cama en la que ahora buscas el filtro “piel perfecta” y te planteas si subirte el color de las mejillas o estrecharte las caderas, sostuviste con orgullo que te diagnosticasen “típica rebeldía adolescente” y sonreías cuando elegías lo que no se esperaba de ti. Ahora parece que tengamos el mundo entero en nuestro bolsillo, pero más bien es la fantasía de él. Y me pregunto qué harán los adolescentes cuando cierran las puertas de sus habitaciones y se quedan a solas, si conseguirán escucharse entre tanto ruido. Y me respondo que seguro que sí, porque en la juventud es donde nace siempre la rebelión; seguro callarán la inercia, encontrarán su verdadero apetito y lo elegirán por encima de una gula social que parece no tener ni fondo ni techo.
Escribe Marta D. Riezu en Agua y jabón: «El silencio(…) es una rareza física que obliga a estar atento. No solo es la ausencia de sonidos, sino una capacidad que pide de nuestra parte. El silencio también es un gran NO.» Ensayar el NO, como respuesta amistosa, como cierre de puerta, como medidor del respeto hacia uno mismo, es una tarea infinita, durante la que, de vez en cuando, se paladean bocados de revolución pacífica. Por ejemplo, de un tiempo a esta parte, no termino penitentemente ningún libro que no me esté gustando. No me empeño en llegar hasta la última página solamente por sellar una misión cumplida. Dejo muchas veces a medias una historia, de otros o propia, y lo hago, por fin, sin remordimiento. Encuentro un placer sabroso en no ceñirme a los finales oficiales, esos que marcan las agendas, el “qué dirán” o las editoriales. Pero no por rebeldía, ya no. Ahora paro, callo y me retiro, fundamentalmente por descanso. Mi descanso. Y no sé si a ojos de otros resultaré egoísta, equilibrada o brillante, pero si te acercas a los míos, quizás puedas ver cómo destellan ahora que, de nuevo, como cuando cerraba aquella puerta, mi punto y final lo pongo yo.
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