Cuando al arte se le pide política y a la política no se le pide arte

23/01/2023

Cayetana Cabezas.

Cayetana Cabezas

Cayetana Cabezas

 

Comienzo la lectura de Spare, el libro del Príncipe Harry, a fin de poder opinar sobre el tema con conocimiento de causa. Y además, ¡qué caray!, me interesa conocer la visión personal de este hombre acerca de su vida. El relato, cuanto más cercano a la fuente, menos relato y más hecho. Subjetivo, sí, pero hecho, ¡a ver si ahora “verdad”, como madre, no va a haber nada más que una!

En la calle solamente encuentro ecos, voces con demasiado filtro, así que (¡mira tú qué buena excusa!) me he venido al solitario invierno de la Ribeira Sacra para escuchar el silencio. Pero como, por mucho fin del mundo que yo me cuente que busco, no me da la gana de silenciar las notificaciones de mi dispositivo móvil, inevitablemente irrumpen sobre mis lecturas, además de lo que unos y otros consideran que debería haber o no haber hecho el auto desterrado príncipe, las consecuencias del lanzamiento del último single de Shakira. Opinar sobre la opinión me parece meta absurdo, así que, igual que con él, voy al origen del conflicto, escucho el polémico tema de la cantante y confío en la ensalada de actualidad que está conformando estas líneas, aunque no sé a dónde vamos a llegar.

Probablemente, para cuando leas esto, todo lo mencionado anteriormente estará ya demodé. La actualidad deja de serlo casi en el momento en el que se nombra. Que se lo digan a Isabel Preysler; fue estrenar portada para anunciar su ruptura con Vargas Llosa y quedar eclipsada en menos de una semana por su propia hija, Tamara Falcó, anunciando que ha vuelto con Íñigo Onieva. Volver es regresar al mismo lugar del que has venido, pero todo mi respeto al acto de confiar como placer absoluto, aunque sea una y otra vez en la persona que te ha engañado. No seré yo la que reste complejidad a esa historia, que desconozco (como todos, salvo los implicados), o venda consejos sobre lo que es o no es un amor sano. Y además, personal y egoístamente, un “amor sano” no me interesa para escribir sobre él. De hecho, no conozco “amor sano” alguno que haya inspirado jamás a la literatura. Ni siquiera sé si existe. Absoluto, referente, tangible, digo. En funciones ya sé que estamos casi todos, terapeuta mediante. Quizás el amor sano es un poco como la actualidad. Un intento de presente que se escapa según lo invocas. Y es que cuando pasado y futuro entran en la ecuación amorosa, se activan la nostalgia y la esperanza, los deseos heredados y las fantasías de eternidad. Y, con ellos, la frustración, el despecho, el orgullo y toda la mecha de emociones que ha encendido las obras de arte que llevas disfrutando o padeciendo toda tu vida: canciones, novelas, cuadros, películas, series y hasta edificios, que el Taj Mahal no se construyó precisamente bajo la inspiración de la normativa de Viviendas de Protección Oficial.

Opinar, como crear, no es otra cosa que hablar de uno mismo. Opinando, quizás sin querer, nos delatamos; hacemos público lo privado. Twitter me parece la versión contemporánea de la plaza pública medieval, esa en la que ladrón acusaba a ladrón a voz en grito para no ser el siguiente condenado. Cuando yo era adolescente y empezaba a asistir a eventos o a manifestaciones, mi madre, antes de salir de casa, me avisaba: «Ten cuidado, hija, la masa es bruta». Sí, por eso es fuerte. Las redes sociales no crean una suma de individuos, crean masa. Masa polarizada, además. Se han diseñado para ello: a favor, da me gusta, en contra, haz retweet. Y, como no hay término medio, los matices de la opinión se disfrazan de debate contemporáneo ilustrado, leído y viajado, pero se visten con los únicos trapos que provee ese lugar de encuentro en el que nos desencontramos. Seguramente el debate real está detrás de cada persona que opina, y es el que lidia ella contra sí misma. Una disputa interna, probablemente mucho más sutil, más rica y más delicada de lo que cabe en 280 caracteres, o incluso en el ya casi inevitablemente paródico “abro hilo”. Cada opinador grita: miradme pero no me veáis. Y es que con la incongruencia convivimos todos.

Precisamente para unificar se utilizan las religiones, los partidos políticos, o los movimientos. Para pertenecer. A unos u otros, pero pertenecer. ¿Qué es eso de ir por libre, como un salvaje inclasificable que puede estar en cualquier lugar pero no se queda en lugar alguno, o que cambia de opinión de la noche a la mañana? Tibio, chaquetero, cobarde. ¡Haz el favor de casarte! Con el “sí” o con el “no”, con “la derecha” o con “la izquierda”, con el “a favor” o “en contra”, pero cásate. La soltería es amenazante. La ideológica, digo. La otra, para muchos, también, pero de eso hablaremos otro día. En el mundo diseñado no hay lugar para la tibieza. No vende exclusivas, no compra juicios. Sin embargo, la tibieza es mucho más parecida al cotidiano. Y es cuando este se vuelve extremo, por amor, por desamor, por muerte, duelo o renacer, que surge la necesidad del arte. De crearlo y de consumirlo. Pedir al arte política y no pedir a la política arte, nos deja un mundo raro. Y no precisamente ese del que habla la ranchera, en el que están los que no saben de amor y nunca han amado, sino uno en el que no ya distinguimos qué demandamos a quién.

Poner la repercusión de la creación únicamente en el artista es obviar el funcionamiento del mundo al que pertenece. El arte no tiene por qué posicionarse, no puede asumir la responsabilidad de dinamitar creencias o establecer unas nuevas. No está obligado a ser moral, a crearla o a cambiarla. Ocurre a veces, sí, para bien y para mal; ahí quizás radica el milagro de la obra maestra. Tan infrecuente, tan universal, tan perfecta. «Hay una cosa en el mundo que es la mirada», escribe Federico García Lorca entre las líneas de Yerma en la impecable escena de las lavanderas. Los ojos convencen, señalan, confiesan. Son de la opinión puerta y ventana. Curioso cómo, simplemente el hecho de mirar, nos convence de que podemos ver.

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