Jamás fui una niña con miedo. Tuve más miedo de las personas, que de un animal que me pudiese mirar echando espuma por la boca. Sentía la libertad en aquellos niños que corrían tras una pelota de fútbol y veía la televisión por diversión (y me divertía).
Le miraba a él infinitamente. Al que siempre le tocaba lo peor, cuando echaban a dedos, cuando caía la tarde y había que regresar a casa, si no queríamos que mamá nos regañase. Él siempre tenía que: tocar a las puertas, robar pan recién hecho del obrador, entretener al hombre que alquilaba las bicis, mientras apurábamos nosotros, segundos y robábamos minutos de más al alquiler.
Él era frágil. Pequeño. Y muy rubio y nervioso. Se metía conmigo. Me decía: enana. Y se reía. Yo le revolvía el pelo o le pinchaba en la barriga con mi dedo índice y él se encogía sobre su cuerpo sonrojado y mirándome siempre a los ojos. Maldita sea. Aquellos días nos robaban la infancia pero no sabíamos nada. Teníamos la manía de rebañar los días con esa miga de pan caliente que tanto nos gustaba, pero pasábamos por alto a personas importantes y necesarias, como era él y todas las cosas que nos pasaban.
Solo compartíamos veranos. Él me enseñó a ir en bicicleta, me decía: No se lo cuentes a tus padres ¿vale?. Y me hacia subir al sillín y me empujaba fuertemente, y yo, por inercia llevaba la bicicleta hasta que perdía el equilibrio y caía. La rodilla abajo. La sangre resbalando por mi pierna, y él curándome la herida con el pañuelo de su bolsillo: que no te vean tus padres la herida -me decía apurado- que no te la vean o no te dejarán venir más conmigo. Y yo callaba, y trataba de disimular la cojera y la herida y no sé cómo lo hacía pero mis padres nunca me descubrían.
Él me enseñó a ir en bicicleta. Me enseñó que pedaleando se podía alcanzar aquel lugar donde se juntan mar y cielo. Y ver el amanecer más bonito. Aquella tarde, aquella primera tarde llevé yo la bicicleta, ya sabía llevarla con más o menos soltura, pero poco a poco me fui haciendo muy buena. Estuvimos cerca del acantilado. Vimos cómo se escondía el sol, cómo se fundía en el mar, cómo se hacían el amor , mar y sol, entre las olas. Me cogiste la manó dulcemente, tímidamente , mordiéndote el labio inferior. Y yo te apreté la mano con intención de no soltarla nunca jamás.
Pronto nos separamos. Y ya nunca tuvimos más veranos juntos. Yo te imaginaba con otras niñas, curándoles las rodillas. Sintiendo su sangre en tus dedos. O tomando sus manos frente al sol y el mar. Sin embargo sonreía en cada pensamiento, porque me dejaste aquella dulzura de recuerdos dentro del pecho, la melancolía de aquellas tardes, porque me enseñaste a ir en bicicleta a pedalear sin miedo, de frente, hacía la vida.
Un trágico día me llegó el rumor de que te habías echado la vida a perder. Que tu cuerpo se había desparramado en una curva infinita, que no quedaron de ti, ni los huesos. Y sentí aquel atardecer y tu mano apretándome el pecho, anudando mi garganta. Y todas las heridas de mi rodilla concentradas en tu cuerpo. Tu pelo rubio, tu mirada de niño travieso.
Nada más enterarme fui hasta nuestra isla, y tras comprobar que aquello era verdad, alquilé una bicicleta y fui yo sola, pedaleando hasta aquel acantilado donde se juntaban cielo y mar. Miré el atardecer, como el sol seguía haciendo el amor con el mar, entre las olas aunque tú no estuvieses allí conmigo.
Y en el primer escalofrío cerré mi mano con fuerza, sintiendo el vacío de la tuya y todo aquello que, de una u otra manera, se quedó en aquel sitio, donde jamás me diste el primer beso que, aunque parezca mentira, aquel día, me hubiese encantado probar.
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