‘Semillas arrojadas al suelo’ (Carpenoctem, 121 páginas, traducción de Alberto Gómez Vaquero) es un libro tan difícil de clasificar como su autora, Hilda Doolittle (1886-1961). Escritora, poeta, investigadora, pensadora, su obra sobre la literatura griega, las fuentes ocultas de la creatividad o la naturaleza del amor, es poco conocida.
El prólogo, de la poeta, novelista y ensayista Luna Miguel, ayuda a entender esa obra con versos de Octavio Paz: «oír/ los pensamientos / ver / lo que decimos / tocar / el cuerpo/ de la idea» (‘Decir: hacer, en el libro «Árbol adentro»). Y citas de Virginia Woolf (‘La torre inclinada’): «hablamos de un artista que se sienta delante de una hoja de papel a traducir en palabras lo que ve»; Ezra Pound: «el cuerpo está dentro del alma»; y Bárbara Guest: «el cuerpo de la obra está dentro de la imagen».
La conclusión es clara: «la palabra tiene carne», el intelecto no existe sin la carne; la emoción está unida a la piel: nuestra visión depende de nuestro físico; la mística no es más que la somatización de la fe; y que si se piensa, solo puede ser con todo el cuerpo.
Hilda Doolittle huye del presente, perseguida por los teóricos del arte; se considera «bastante más allá de la moda, ultramoderna». «Cierro los ojos, y con los dedos, como un ciego, encontraría mi camino en esta poesía».
Una poesía que «no basta -la humanidad es lo que importa», así que «descendamos bajo las cosas, aprendamos, en la humildad, la verdadera grandeza».
Hilda Doolittle confiesa que «sudo de agonía», «como una rosa con rocío», citando al Idilio XX de Teócrito.
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