Salimos al encuentro de la suerte, la encontramos debajo de las manos de una mañana limpia, de sol descomunal. Diciembre es una luz descomunal, su pálpito de amparo bajo las tejas rojas, broncíneas por la tarde, de las casas más viejas que hay por La Latina, custodiando buhardillas ancestrales donde una vez, quizá, pudo asomarse el más bohemio de todos los poetas, Alejandro Sawa, con su bigote helado por una extenuación de poemas secretos sobre la noche azul, tras haber conseguido ser invitado en casa de otro escritor con más recursos que él, lo que no era difícil, a un buen puchero de potaje matutino que durara toda la semana. Lo veo asomado a este mismo bordillo, lo veo sintiendo el sol, radiante aún, el día que empieza el invierno. No podemos huir del invierno por mucho que nos guste regresar a ese libro de poemas de Luis Antonio de Villena titulado precisamente así, Huir del invierno, porque el invierno es una temperatura emocional, un eco de tiempo con su fluir de frío en el regazo, una conspiración para entender que el calor es la mesa, una conversación y su sueño interior.
Madrid siempre permite templar su luz interna, amoldarla al timbre de un encuentro que es la prolongación de una vida anterior: es como si siguiendo los pasos de uno mismo, a través de los soportales Plaza Mayor, para salir al centro y contemplar todas las balconadas, como celdas de blanca intimidad, uno estuviera recorriendo el rastro de otro, de otras muchas miradas y otros ecos, como una misma vida repetida que se nutre a sí misma en un cambio de rostros y de voces, pero con idéntica latencia.
Siempre que llego a esta ciudad vuelvo a reencontrarme con Baroja y con Antonio Machado. Los siento en la presencia de una esquina, casi detrás de mí cuando me paro frente al escaparate de la librería Méndez. Siempre que me siento en una de esas viejas casas de comida y pido un plato caliente, el Madrid de Pérez Galdós aparece ante mí, tan vibrante y discreto como la fachada de madera de la taberna de Antonio Sánchez, que es un escenario galdosiano hasta el final del comedor. Y pienso en el Café Varela y en la foto de Alfonso, retratando a Antonio Machado, bien recogidito y apoyado en su bastón, que siempre me recuerda Rodolfo Serrano. La suerte es regresar.
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