Mamá me contó en más de una ocasión que yo, cuando era niño, tuve necesidad de ir al baño y, en plena visita a Mérida, y en un recorrido por su magnífico anfiteatro romano, le dije: mamá, que me hago …
Mamá me cogió de la mano; me llevó hacia donde habíamos dejado el coche, sin ningún tipo de custodia -eran otros tiempos- y, aprovechando el respaldo de mis otros hermanos, hice en algún sitio lo que tenía que hacer…
La necesidad es la necesidad. La cosa repentina es la cosa repentina, que diría Perogrullo. Pero lo lamentable para el conjunto de la familia, para no desandar lo ya andado, fue que se quedó sin ver lo que habían ido a ver.
(A estas alturas de la película, de miedos, recelos y huidas, lo que no sé es si los modernos vehículos actuales, litio incluido, están preparados para urgencias del tipo descrito, si bien es muy posible que a partir de ahora los organismos correspondientes hagan algún pedido para emergencias similares, aunque también es muy posible que, con no acudir, a partir de ahora, a escenarios que puedan comprometer en el terreno exclusivamente personal, el problema quede resuelto).
Miento. Alguien de la familia, ante la espantada del querubín de la unidad familiar, tuvo el santo valor de subir y bajar por las gradas del anfiteatro romano y aguantar estoicamente la alta temperatura del momento.
Servidor, de tanto repetirme la historia de mi fracasada visita a la Emerita Augusta, donde podían apreciarse zonas de piedra sobre piedra y mucho trabajo por realizar, hoy día siente una vergüenza infinita -carente en otros individuos- y de la que, como tal, no he podido desprenderme a pesar de los lustros transcurridos.
(Otros hubieran olvidado al momento tamaño compromiso).
Inoportuno fui. Lamentable el suceso. Me perdí el calor y la sabiduría de los ancestros. Avergonzado me siento ahora, aunque cuando era más joven no pensé más que en mí y en salvar la mitad de mi reino, y no en el daño, en el ridículo monumental de mi acto, en el desprecio que me rodeó a partir de entonces por una mayoría que dejaba y más tarde dejó de confiar en mis cualidades, mi porte y mis actos de fe.
A partir de entonces quedé como quedan los futuros imperfectos: desprestigiados, despreciados, detestados… y olvidados. Recuerden que es un futuro imperfecto.
¡Ah! ¡Y si alguien quiere mi voto, que me lo pida…!
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