España se queda sin Fraga

16/01/2012

Luis Díez.

Con el fallecimiento de Manuel Fraga Iribarne la noche del domingo 15 de enero en Madrid, a los 89 años, España pierde a uno de los padres de la Constitución y un artífice principal de la Transición de la dictadura a la democracia, además de arquitecto del gran partido de la derecha, el PP. Desaparece físicamente un hombre culto y un político posibilista que fracasó personalmente en su ambición de llegar a la presidencia del Gobierno de la nación, pero acertó cuando evolucionó y cambió de parecer.
Vayamos con los aciertos: acertó cuando, en el ocaso de la dictadura, de la que era embajador en Londres (1973-75), comprendió que la única salida para España era la monarquía parlamentaria. Acertó cuando de sus postulados aperturistas a velocidad caracol, que diría Cortazar, asumió el libre juego de los partidos políticos y creó Reforma Democrática (1976) y luego con otros exministros de la dictadura (Los siete magníficos) concurrió a las primeras elecciones democráticas de 1977 con Alianza Popular, arrastrando a una parte de la derecha inmovilista hacia la aceptación de la democracia.
También acertó cuando de su rechazo a la legalización del Partido Comunista pasó a descubrir que los comunistas españoles eran gente de paz, tan patriotas como él, con los que se podía hablar. Acertó cuando de su intransigente defensa de la pena de muerte admitió la supresión en la Constitución de la que fue padre o ponente (1977-78). Y acertó, en fin, cuando de su rechazo a la configuración del Estado autonómico como solución a los nacionalismos irredentos evolucionó hasta convertirse en adalid del autogobierno y presidente de Galicia durante quince años (1990-2005). Después fue senador por dicha comunidad hasta las elecciones del 20 de noviembre pasado.
La figura de Fraga, presidente y fundador del Partido Popular (PP), que si no venció reyes moros engendró quien los venciera –como le gustaba decir en alusión a su incapacidad de derrotar a Felipe González y al PSOE hasta que cedió el mando del PP a José María Aznar– no deja a nadie indiferente, ya sean detractores o aduladores. Esto es lógico porque sus meritos fueron tantos como sus errores, que fueron bastantes, sobre todo, cuando, muerto el dictador, el presidente Arias Navarro le nombró ministro de Gobernación y en cuatro meses demostró que podía ser un desastre (Montejurra, matanza de trabajadores en Vitoria y en Granada o fuga de etarras de la cárcel de Soria, por recordar algunos episodios). Pero su principal mérito fue acercarse al adversario y llegar a comprender que sólo con renuncias por ambas partes se podía sacar España adelante. Y para Fraga, como rezaba su primer lema electoral, España era lo único importante.
Tras la desintegración de la Unión de Centro Democrático (UCD) en 1982, consiguió aglutinar en Coalición Popular (CP) y después en el Partido Popular (PP) a las fuerzas conservadoras neofranquistas (los azules les llamaban), los propagandistas católicos, los democratacristianos y los liberales. Su mérito político fue extraordinario si tenemos en cuenta que entonces, pese a haberse aprobado la Constitución, todavía la derecha se mostraba renuente a la formación de un partido político unido y sólido. Y eso sin contar que algunos sectores seguían cebando la tendencia pretoriana o golpista en las Fuerzas Armadas.
Los periodistas debemos a Fraga la ley de prensa de 1966 que en plena dictadura suprimió la censura previa, aunque la mantuvo en la radio, el cine y la televisión. Como ministro de Información y Turismo (1962-1969) le resultó difícil convencer a Franco de que la censura de periódicos, revistas y libros producía más perjuicios que beneficios, ya que proyectaba una imagen negativa de la patria y alejaba a los turistas de los kioscos y librerías. Manuel Vázquez Montalbán imaginó la resistencia del dictador a que se publicasen en España libros marxistas y periódicos críticos con el poder. Pero Fraga era un hombre lúcido y le convenció de que la censura eclesiástica era mucho más eficaz que la civil. Los editores podían imprimir lo que quisieran sin pasar la criba del censor de imprentas –es decir, sin censura previa–, pero a continuación venía la Inquisición y castigaba severamente a quienes tenían libros y publicaciones del Índice.
Con la ley Fraga, salvando la distancia histórica, ocurriría otro tanto: habría libertad de imprenta, pero a continuación, por orden gubernativa, se podría multar a los editores irreverentes y críticos con el poder, se suspendería la circulación de periódicos, libros y revistas con contenidos indeseables y se secuestrarían las tiradas, lo que les acarrearía tales perjuicios económicos que ya se cuidarían los editores de aplicar la censura previa. Y el dictador quedó tan convencido que dio el visto bueno al proyecto del joven e impetuoso ministro, aquel don Manuel que escribió más de 90 libros. Descanse en paz el hombre que llamaba al periodista “mi querido amigo”.

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