La obsesión por la mirada interior

10/02/2012

Miguel Ángel Valero. Quizás porque le tocó vivir como artista en plena hegemonía del naturalismo o porque se situó al margen del impresionismo, Odilon Redon (1840-1916) es uno de los artistas menos conocidos del cambio del siglo XIX al XX, pese a que hay obras suyas en prácticamente todos los grandes museos del mundo.

La Fundación Mapfre celebra, en sus Salas Recoletos de Madrid del 11 de febrero al 29 de abril, la primera gran exposición monográfica que de este artista se celebra en España. Una oportunidad para conocer a un artista distinto, inclasificable, imposible de encasillar.

La muestra, con gran acierto, opta por un criterio cronológico, y a través de 170 obras (óleos, dibujos, grabados, paneles decorativos y bocetos para textiles) enseña la evolución de una persona que decide convertirse en pintor en los años finales del romanticismo y tras haberse interesado por la arquitectura. Odilon Redon llega a la pintura cautivado por Delacroix, pero empieza desde el grabado, como alumno de Rodolphe Bresdin, que le transmite una manera de mirar la realidad como trampolín hacia lo imaginario.

Las litografías de “En el sueño” (1879) tiene un carácter onírico que las hacen precursoras del surrealismo. Las obras de Redon se inspiran en Baudelaire, en Poe, pero también en el evolucionismo de Darwin. Utiliza el claroscuro, imágenes macabras, algunas se repiten de manera obsesiva (la esfera, el ojo, la cabeza cortada, el agua, la vida microscópica, el monstruo, el ángel caído, el sol negro, el mártir, el místico), seres deformes, paisajes lacustres. Toda una obsesión por la mirada interior, la que abre la puerta angosta que conduce al paraíso de la imaginación.

Desde el simbolismo, los “Negros” (1881-82) y “Homenaje a Goya” (1885), Odilon Redon (natural de Burdeos, donde el genial artista aragonés vivió 20 años antes) encuentra el camino del color, de la luz, de la claridad, sin dejar de ser el artista de lo fantástico, de lo onírico, de la imaginación desde la mirada interior. “Ojos cerrados” (1890) marca el paso al color, bajo la influencia del simbolismo y de círculos ocultistas. Es el momento de la mitología grecolatina, de las flores, de los jarrones, de los grandes formatos.

“Carro de Apolo” es un himno a la luz, en un camino desde la sombra a la claridad que no tiene precedentes en la historia del arte. Hasta entonces, Redon sólo utiliza el color para motivos paisajísticos, reservando el carboncillo o la litografía para reflejar el universo onírico. La decoración del Château de Sermizelles (1900-01), encargada a Redon por Robert de Domecy (y que ha sido reconstruida para la exposición de la Fundación Mapfre), muestra la nueva relación que el artista logra con el color y con el espacio. Así, hasta su última obra, el óleo “Virgen”, que deja inacabada (Redon muere en París en 1916), y que tiene una muy interesante comparación con “El Buda” (1905).

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