De todas las hipocresías que en la política han sido acaso una de las mayores sea aquella de quienes dicen defender el derecho a la vida a costa de no dejar vivir la suya a los demás. Esa misma libertad que subliman cuando apelan al mercado es la que hurtan cuando, en un acto de osadía que repugna, pretenden legislar sobre cómo y cuándo tenemos que ser padres, con quién nos hemos de casar en función de la orografía de su sexo o en qué momento y manera debemos de morir. Como yo no redacto de mi puño y letra los decretos del BOE, en justa correspondencia exijo que nadie del Gobierno me lleve la mano mientras escribo los renglones de mi vida. Sé equivocarme por mi mismo, algo que prefiero a tener una razón impuesta, y me considero totalmente capaz de condenarme a los infiernos sin que Rouco me imparta unos tutoriales. Es mi problema, señor ministro, señor presidente o señor arzobispo.

Viene al caso por la polvareda derivada de esa ‘violencia estructural’ que, al parecer, obliga a las mujeres a abortar como si fuesen incapaces de discernir por sí mismas. Ya cuesta asimilar que un hombre trajeado, por muy ministro que sea, hable con esa suficiencia de una maternidad a la que biológicamente tiene el acceso restringido por muy Gallardón que se apellide. Más aún cuando, no contento con ese magisterio de tono engolado, eleva a ‘derecho reproductivo por excelencia’ el tener hijos. Acaso, por las premuras del debate parlamentario, olvidó aludir a la obligación materna de su atención y cuidado en tanto el cabeza de familia sale a ganarse los garbanzos. No deja de ser paradójico que el mismo día que se presenta el nuevo Ipad esta España sea cada vez más de gallinejas y UHF. Por no faltar ya no faltan ni los emigrantes.

Lo que si falta es vergüenza. Y no sería pedir mucha. Sólo la necesaria para que quienes se creen en el derecho de hurgar en la privacidad se dediquen a gestionar lo que es público. Y no es el caso (y ya es desolador tener que explicarlo) de decisiones que únicamente corresponden a la intimidad de una mujer y no al afán de notoriedad de ningún político. Sólo el dolor, el miedo, el desgarro que provoca dar ese paso debería ser razón suficiente para colegir que quien aborta lo hace porque ha llegado a una situación extrema de la que no tiene que rendir cuentas si no lo desea. La libertad individual ni está sometida al plebiscito de nadie ni se gradúa en función del número de escaños de cada partido. En estos casos nadie les pide que cumplan sus programas electorales pero sí que dejen ejercer la voluntad de cada cual ¿O sólo somos libres para elegir entre decenas de marcas en los supermercados?