La última copa

30/04/2012

diarioabierto.es.

Él iba y bebía. Leía todos los periódicos y a veces, invitaba al café a una chica morena y callada que acudía cada mañana a la misma cafetería donde él se tomaba su café solo y su copita de anís. Él le hacía un gesto al camarero con la mano, el camarero se acercaba y el hombre le decía: esa muchacha tiene pagado el café, invito yo. Y el camarero le decía a la señorita que tenía pagado el café. La muchacha sorprendida y algo sonrojada miraba al caballero que el camarero le había indicado y le decía tímidamente gracias, desde lejos, con una tierna y joven prudencia.

El hombre se llenaba de regocijo pero la muchacha, sorprendida y asustada por no comprender las intenciones que el hombre tenía al invitarla al café algunas mañanas, dejó de acudir al bar. El dueño del bar perdió un cliente, pero poco importaba. El hombre seguía allí, cada mañana: café y copita. Más tarde otra copita y otro café. Algunas horas después caía la primera cerveza y más tarde la segunda y así hasta llegar de nuevo al café de la tarde y la copita de coñac.

El hombre terminaba el día con tres o cuatro cervezas más y una copita de ginebra con cola. Y así cerraba el bar. Cada día era igual al anterior. La misma rutina en el mismo bar. Siempre bien amarrado a su copa o a su taza de café. Con la corbata bien anudada al cuello. Por las mañanas esperaba a la muchacha, pero como ya jamás la volvería  a ver, tenía que encontrar otra muchacha… Y eso le daba alas al hombre.

Un día como otro cualquiera el hombre regresó de un chequeo médico y apoyó los codos en la barra del bar. El camarero que era ya su amigo le preguntó qué le pasaba, que le veía algo serio y perdido. El hombre pidió su copa y esa tarde lloró y sus lágrimas cayeron dentro de la copa y se diluyeron con el coñac.

Tengo cirrosis, le dijo al camarero, el cual se echó las manos a la cabeza. El médico le dijo que tenía que dejar la bebida inmediatamente o podría morir. De hecho, aunque no dejase la bebida su hígado estaba muy dañado, y no se sabría nada hasta transcurrido un tiempo.

El hombre se sentía perdido. Su vida era aquel bar. Su café y su copita, sus cervezas y sus copas de las tardes y las noches. Su vida era mirar e invitar a café a aquellas muchachas jóvenes que jamás tendría.

El camarero le miró y le dijo: ahora a cuidarse, nada de alcohol, ya me encargaré yo de que no bebas. El hombre alzó la mirada y vio en aquel camarero a ese amigo que nunca tuvo.

Acudió al bar y se tomaba un café con leche desnatada y unas tostadas. Al medio día menú de la casa. Por la tarde se tomaba el zumito de naranja y la copita de licor con mucho hielo y sin alcohol. Cenaba en el mismo bar un refresco con pescadito frito y luego se iba a casa.

Ahora llamaba al camarero por su nombre: Juan. Y ya no miraba a las mujeres jóvenes ni las invitaba a café.

Muchos meses más tarde el hombre no murió de cirrosis, aunque podría haber continuado bebiendo y haber muerto. La revisión fue positiva y su médico le dijo que la mejoría era evidente.

El hombre tenía otros hábitos alimenticios. Poco a poco dejó de acudir al bar algunas tardes y algunas noches y se inscribió a clases de baile de salón, sin saber bailar. Allí conoció a una mujer de su misma edad que le enseñó los mejores pasos y poco a poco se convirtieron en los mejores del baile. Ganaron varios premios y al poco tiempo él le declaró su amor y fue totalmente correspondido.

Se llamaba Alfredo el hombre. No murió de cirrosis. Le encontraron un día en casa, en su sofá, con gesto sonriente, sin pulso y vestido con la ropa de baile. Ese día tenía un baile importante. Iban a bailar un tango y estaba contento.

Ahora en el barrio, le recuerdan. Incluso la muchacha a la que él algunos días invitaba a café preguntó una tarde, en la que decidió volver a la cafetería que él frecuentaba. Y al enterarse de su muerte lloró y el camarero le tendió una servilleta y le dijo: aquí seguimos llorando por él, y lo que queda.

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