Hotel, dulce hotel

09/07/2012

Daniel Serrano.

La felicidad de una habitación de hotel, el vaho azul de la ginebra descendiendo hacia las profundidades de la madrugada, cuando el viajero se queda a solas definitivamente, mirando un impreciso fulgor de neón por la ventana, con el sombrero en la mano, la luz infectada de soledades que se han acumulado entre las sábanas y en el espejo del cuarto de baño, esa felicidad de saberse solo en el planeta pero acogido en un cuarto de hotel donde no faltará (si hay suerte) agua caliente en la bañera, alcohol y la compañía de un televisor. Literaturizo pero los hoteles se inventaron para ser literaturizados y Javier Montes lo sabe bien y ha escrito una de las mejores novelas de hoteles que he leído nunca.

La vida de hotel es un fantástico thriller, la historia de una búsqueda, de hotel en hotel hasta un hotel del fin del mundo, bajo la nieve, donde todo se precipitará. Si aquí tuviéramos una industria del cine digna de tal nombre, si esto fuera Hollywood, estaría preparándose ya la adaptación cinematográfica de esta fabulosa Vida de hotel.

Novela en la que todo parte de un encuentro inesperado (como casi siempre en la vida) y todo discurre en distintas (muy distintas) habitaciones de hotel. Está el lujo y la decrepitud de esas viejas instituciones hoteleras al borde del desastre, como ancianas excesivamente pintadas, y está el hotel convencionalmente confortable y está el hostal con luz de quirófano e inquietantes grietas en la pared. Están todos los hoteles por los que pasan hombres solos y el protagonista de esta novela es un hombre solo que busca.

Hagamos una sinopsis aproximada: un crítico de hoteles de enorme prestigio accede a pasar una noche en un hotel de su propia ciudad y entra en una habitación equivocada y lo que ve le perturba tanto que abandonará todo para lanzarse a una persecución sin límite alguno.  En pos, claro, de una mujer.

Javier Montes traza las líneas de un sueño de hotel con ribetes de pesadilla y en algunas de sus páginas se asoma David Lynch y casi vemos al enano bailarín sobre fondo rojo desvelando feroces terrores al agente Cooper.

Y también hace Montes (y cuánto se agradece) un excelente uso del humor, de una ironía con finísimo filo. “Aparentaba unos sesenta mal llevados o unos setenta envidiables” dice de un personaje. Y de uno de los hoteles donde recala: “(…) Los salones vacíos y los pasillos huelen a un producto de limpieza antiguo, a algún ozopino ya inencontrable en el mercado y procedente tal vez de fabulosas reservas acumuladas en los sótanos”. Mejor aún cuando el protagonista, en un hostal de mala muerte, pregunta por la mujer que anhela:

“- De unos cuarenta, morena, alta, guapa, elegante.

Me ha dejado hablar sin mirarme. Releía sobre mi hombro las manchas del empapelado de la pared, con un interés que años y años allá plantado no han saciado aún del todo. Ha hablado cuando pensaba yo que tendría que repetir la pregunta.

–      No. Una señora así, de las de verdad, no la hemos visto por aquí desde hace mucho.

Me ha mirado a la cara de pronto y me ha hecho bajar los ojos. Sólo entonces ha vuelto a fijar los suyos en las grecas de papel húmedo.

–      Antes sí.

Lo ha dicho con tanta convicción que me ha hecho distinguir de pronto a mi alrededor reliquias de cierta prosperidad pretérita –de un pasado glorioso hubiese sido mucho decir-, migas de gusto de hotel discreto al que hace cuarenta años se hubiera podido llevar a señoras de verdad sin comprometerlas ni quedar como un miserable”.

Así escribe Javier Montes, así atrapa al lector y construye una novela cuyos personajes están a mitad de camino del delirio, el absurdo y la soledad cotidiana.

Se habrán dado cuenta de lo mucho que me ha gustado esta novela. A excepción (confesémoslo) del final, un desenlace ni remotamente a la altura del resto del texto. Pero, fíjense, el resto del texto es tan bueno que, incluso, le perdono a Montes su desenlace. Da igual. Y, sobre todo, cómo se disfruta la peripecia casi policiaca del protagonista, qué divertidas son sus reseñas, cuánto personaje nutritivo y, en el fondo, qué fascinante esa idea de introducirse de modo definitivo en una especie de universo paralelo, abandonar la vida para sólo existir de hotel en hotel, como en un viaje interminable.

Qué excelente libro, amigos. Qué gran relato. ¡Y qué gran película contiene! Anímense, amigos cineastas, Vigalondo tal vez, Amenabar, atiendan a estas páginas que piden a gritos ser fotografíadas bajo la luz de un cuadro de Edward Hooper o, mejor, como hicieran los Coen en su Barton Fink.

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