Antes, hace ya algunos años, las familias eran completamente diferentes a las de ahora. Algunas familias compuestas por padre, madre y de tres a cinco hijos los domingos preparaban las neveras con tortillas de patatas y ensalada de pimientos, mucha cerveza y botellas de refrescos. Se venía los abuelos y se llamaba por teléfono a algunos tíos porque cuantos más mejor y así los niños jugaban con los primos en la playa.
Ir a la playa era una fiesta. Era la locura de meterse en un coche sin aire acondicionado, rozándonos las piernas entre hermanos, a las 9 de la mañana, para llegar a la playa a eso de las 10 y media u once. Aquel sacrificio se quedaba atrás, así como los sudores del viaje, cuando pisabas la arena y te mojabas los pies en el agua salada de la playa.
El día pasaba volando. Los padres bebían cerveza, fumaban y comían pinchos de tortilla, mientras los más mayores, los abuelos preparaban la barbacoa para asar sardinas.
Eran aquellos tiempos cuando las barbacoas en la playa estaban permitidas y todo era una fiesta y hablar con el vecino un acierto. Y se iba al quiosco a por helados almendrados y te sabían a gloria, cuando se derretían y te corrían por la muñeca, pero luego te metías en el agua y daba igual todo.
La tarde llegaba y tras haber jugado con los primos y dolerte las rodillas de rozarlas en la arena, te volvías a subir en el coche sin aire acondicionado que te regresaría a tu casa. Los padres se despedían de los tíos y los abuelos sonreían y decían que el día había sido perfecto, que había que repetirlo. Eran felices con solo escuchar: cuánto tiempo sin vernos, si seguís igual… Y los viejos sonreían.
La familia se veía unida, hasta en esas despedidas donde solo abundaban las sonrisas, los abrazos, los ya nos veremos.
Días geniales e interminables, de playa, donde si estabas con la familia nada podía salir mal.
Pero ya apenas quedan de esas familias. Ahora los hijos se echan novios y novias antes, y ya no preguntan a sus padres: cuándo vamos a la playa, sino: cuándo os vais a la playa. Para ellos quedarse solos en casa, sin los padres. Y los padres en un intento de ir con los pequeños, al final, casi siempre, van forzados, porque ahora las familias se están perdiendo. Y los hijos quieren y buscan otras cosas.
Es una pena. Yo no sé a qué echarle la culpa. Tal vez esto forme parte del avance de la vida. Si es así, hubiese preferido quedarme en los años 90, cuando yo era una niña e iba con mis padres y hermanos a la playa, y quedábamos con los tíos y jugábamos con los primos a las palas en la arena. Cuando mi padre inflaba la barca y nos peleábamos por quién subía primero.
Yo no sé dónde han quedado estas familias, pero yo cada vez las veo menos. Hoy mismo, sin ir más lejos, al acudir a la playa he visto: padres con amantes, parejas con tan solo un hijo, con varios amigos que también tenían un solo hijo. Mujeres mayores y solas. Chicas jóvenes solas tomando el sol. Pero no he visto familias de padres y madres, como las de antes, con las neveras y los cuatro hijos.
Y he sentido cierta añoranza, como cuando cierra tu cine favorito de barrio y se cierran con él todas las cosas que viviste allí dentro yo ya jamás podrás revivir.
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