Los pequeños salvajes

08/08/2012

Daniel Serrano. Que la niñez es un territorio tenebroso lo sabemos desde Golding para acá (y aún antes), así que a nadie sorprenderá que estos animales que nos presenta Justin Torres resulten tan incordiantes y asesinables en más de un momento.

Brooklyn, años 80 del siglo pasado. Papi luce pelo afro y tez oscura y baila al son de Tito Puente y pega a mami a veces pero es que papi y mami son dos niños que han tenido niños y se pelean como se pelean los críos. Mami trabaja en el turno de noche de una fábrica de cerveza y, en ocasiones, tiene ataques de pena y se dedica a fumar y a dormir y, en ocasiones, tiene ataques de amor y besa a papi apasionadamente. Y está la prole, tres pequeñas bestezuelas de sangre inequívocamente portorriqueña y salvajismo indomable, que juegan con palos y montan en bicicleta y se golpean unos a otros y exploran los confines del barrio y se alimentan de galletas saladas y sopa y tienen todo lo que necesitan porque lo que necesitan se limita a ellos mismos y a papi y mami. Este es relato que contiene Nosotros los animales, narrado en primera persona desde la mirada de un niño, fragmentado en escenas de una infancia feliz y violenta a partes iguales.

Que la niñez es un territorio tenebroso lo sabemos desde Golding para acá (y aún antes), así que a nadie sorprenderá que estos animales que nos presenta Justin Torres resulten tan incordiantes y asesinables en más de un momento. Desobedecen, se escapan, insultan a los extraños, tiran piedras a desconocidos. Pero así somos los niños, así hemos sido alguna vez, y Torres, que debuta como novelista con esta obra, tiene buen cuidado en rebajar la dosis de crueldad con pasajes de enorme ternura. Que son, me parece a mí, lo mejor de la novela. Sobre todo cuando retrata esa extraña camaradería, ese lazo de sangre casi indestructible que surge en la convivencia entre hermanos:

“Cuando éramos hermanos, éramos mosqueteros.

(…)

Éramos monstruos: Frankestein, la novia de Frankestein, el niño de Frankestein. Fabricábamos tirachinas con cuchillos para la mantequilla y gomas elásticas, nos agazapábamos bajo los coches y arrojábamos piedrecitas a las señoras blancas: éramos los Tres Osos vengándonos de Ricitos de Oro por habernos dejado sin gachas.

La magia de Dios está en el tres.

Éramos la magia de Dios”.

Ese áspero amor de los hermanos que se expresa a puñetazos y con costras y sangre y mocos y haciendo llorar a veces pero luego con el corazón encogido ante las lágrimas fraternas. Eso está ahí, en Nosotros los animales, y esa plenitud de la alegría infantil que se desata con la devastación, tres niños corriendo a todo correr y dando patadas a todo lo que se ponga por delante.

Pero. Ah. Pero. Interesante Nosotros los animales (se lee de una sentada, además) y, sin embargo, el quiebro argumental con que concluye el relato provoca un crujido de tal calibre que, sospechamos, algo se ha roto por ahí. La evocación de una infancia salvaje y pobre, con esa desmesura del carácter latino que tan bien conocemos, se convierte en un trágico y negro viaje al fin de la noche y, no sé, pero no creo que se justifique tal cosa o tal vez Torres lo quería así y así sea pero. No. A este lector disperso no le convenció ese giro final. Eso sí, estoy dispuesto a que alguien me lleve la contraria. Juzguen ustedes, lean Nosotros los animales y vean si resulta conveniente que la voz del protagonista se haga adulta tan abruptamente. Quizá se trate, precisamente, de un problema de tempo narrativo. Tal vez para acabar como acaba este relato hubiese necesitado de unas cuantas páginas más.  Seguramente sea eso.

En todo caso, insisto, lo que mejor funciona en esta novelita son los momentos donde se describe el clima propio de la infancia en compañía de otros cachorros de la propia camada, ese salvajismo compartido de los hermanos, y ese Brooklyn donde los niños son niños libres, que juegan de noche en la calle y sudan y sangran y pasan frío y calor y carecen de dispositivos electrónicos que les entretengan y apenas ven la tele. Un tipo de infancia ya lejana. Los niños de hoy ya no son así. Nosotros sí lo fuímos y quizá por eso uno se siente (a ratos) identificado con estos animales de ancestros boricuas.

Justin Torres se presenta en sociedad con esta primera novela. Habrá que estar atento a lo que escriba a partir de ahora. No ha empezado con mal pie. Veremos.

Nosotros los animales. Justin Torres. 136 páginas. Mondadori.

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Un pensamiento en “Los pequeños salvajes

  1. Estimado lector disperso:

    Interrumpo mis vacaciones para discrepar contigo, !Qué novedad! para decirte que el final de una historia no es siempre el final que espera un lector, que la necesidad de unos personajes a veces cortar con un tajo certero lo esperado. Pero está claro, afortunadamente para ti, que ambos somos lectores distintos y distantes. Pero yo lo tengo claro, una historia tan concreta debía acabar con la más extenuante de las rupturas. A mí me rechifló descubir esta historia Brutal y hermosa, habitada por una ternura espesa que deshace la carne. Nosotros los animales forma un inacabable triangulo de dolor, de hambre y de esperanza que mantiene al lector pegado a las palabras. Dinámica, envolvente, con una atmósfera que aprisiona y libera, que permea y reseca, Justin Torres va creando un final inesperado e infeliz. Y es que cuando la infancia acaba todos somos ya hombres y mujeres desgraciados, la felicidad no quiere alimentarse de cuerpos viejos y de eso va este libro, del asco que la vida vomita sobre algunos niños, de ese envoltorio que los padres y madres, que jamás debieron serlo, expulsan junto a la placenta que envuelve a sus hijos en el momento en el que los paren. Cuando una fiera pare un hijo, el hijo sabe a que atenerse, lo malo es cuando a un hijo lo pare un ser racional y por tanto civilizado. Dicen que el dolor es el mejor y mayor fabricante de poesía, no suelo creer en la frases grandilocuentes, ni en las sentencias que miminizan lo inabarcable, pero aquí Justin Torres la convierte en una verdad categórica y paradójicamente en una verdad invisible.
    Espero que no te moleste esta nueva discrepancia, creo que discrepar nos capacita para descubrir nuevos angulos de apertura para nuestra mirada lectora.
    Saludos cordiales.

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