El bandolero melancólico

10/08/2012

diarioabierto.es.

ancho Gracia mira hacia el mar impasible, un malecón de brillos esmeraldas que le devuelve una contemplación: la de su propia vida en movimiento, un viaje sin regreso, en un continuo avance. Hay quien vive volviendo y hay quien vive emprendiendo su mayor progresión: como en su personaje en Gallego, de Manuel Octavio Gómez, Sancho Gracia ha sido un emigrante de su propio pasado, una suerte de ancho protector del aliento futuro: de España, y de Madrid, a Montevideo y Uruguay, donde le esperaba Margarita Xirgú para convertirlo en actor, cuando era todavía muy joven y despierto para cualquier jornada prolongada hasta el amanecer, en esas noches suyas de patria y golferío, en las que cabía Juan Carlos Onetti, en Montevideo y, en Madrid, Fernando Fernán Gómez, Paco Rabal, Juan García Hortelano o Juan Benet.

El binomio Sancho Gracia-Adolfo Suárez era solamente una de las caras de la Transición: seguramente la más posibilista, y la más atractiva por un tiempo. Curro Jiménez luchaba contra los franceses cincuenta años después de que hubieran sido expulsados de España, pero por exigencias del guión: luego, en la segunda temporada, ya en plena democracia, pudo desarrollarse el forajido. La elegía llegó más tarde: tras partir para América, decide regresar cuando su hijo muere asesinado en una callejuela de Madrid. Ha sido mucho más que el bandolero melancólico, con su nostalgia herida junto a una fogata imprevista, en la oscuridad nocturna de la sierra; pero cómo evitar evocar al bandolero que, según Rafael Azcona, era aún mejor actor al bajar del caballo.

Si un actor deja voz, aliento, transparencia y tejidos dentro del personaje, también había en el Sancho Gracia de Curro Jiménez una tristeza íntima, un desgarro, de desterrado de su propia vida. Una especie de sombra minuciosa, apenas perceptible, agazapada bajo su alegría.

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