Un libro de poemas editado hace un par de años y una tarde agosto y ahí fuera una insoportable canícula. ¿Poesía? ¿Por qué no? En las estanterías de las librerías se amontonan novedades inanes y la poesía siempre nutre el alma. Creo que escuché una vez a Jesús Munarriz asegurar que no hay poemario malo ya que siempre, hasta en el peor, es posible hallar el deslumbramiento de un verso, un solo verso que redime y purifica a quien lo halla. Si no lo dijo Munarriz, tendría que haberlo dicho. El caso es que no desdeño casi ningún tipo de poesía y mucho menos puedo permitirme desdeñar la de un tipo que regentó un bar al que llamó Bukowski para pasmo de una modernidad que en Malasaña se rindió a sus pies. Carlos Salem truca la noche y en la alta madrugada algunos avistan su pañuelo pirata y se saben a salvo, cerca de un puerto seguro. Aunque tal vez sea ya sólo su espectro el que circula por las calles mientras Salem fuma mojándose los pies en la piscina de su adosado a las afueras de la ciudad. La edad aburguesa. Pero da igual, la leyenda nunca muere. Yo juro haberle visto en los Diablos azules y lucía igual su voz de humo y sus cicatrices de granuja y su figurín de caballero.
Carlos Salem, porteño de Malasaña (eñe sobre eñe), escribe novelas y traza versos como los que siguen:
“Me creo sabio sin serlo
porque ya sé lo que no podré hacer.
Me bebí todo ese tiempo
y todavía queda un trago
para apagar incendios
mientras me retiro sin quejas
por la calle mal iluminada de ese barrio
alambrado de sueños
en el que todos duermen
salvo yo.
Y los perros”.
No está nada mal. Una tarde de agosto y estas Memorias circulares del hombre peonza, biografía de un niño de Buenos Aires que, cuando se hizo mayor, confiesa, jamás supo amar a una mujer que no fumara. Un niño de Buenos Aires que adora Madrid porque esta ciudad “sabe ser bella/con ojeras de mañana”. Un niño de Buenos Aires que escribe:
“Y esta tarde noche
tenía que ser de otoño
desde luego
ante la página en blanco de otro asunto
caer en la trampa de un poema.
Maldito lunes”.
En realidad, yo no sé casi nada de poesía. Sé que me gusta Bukowski enunciando los nombres de sus gatos y Luis Alberto de Cuenca, García Montero, Roger Wolfe, Gingsberg y Azaústre y Rimbaud. Lo normal. De cuando en cuando hay que suministrarse una dosis de poesía. Siendo verano, con tan altas temperaturas y mi gata dormitando incansable, este libro me ha hidratado lo suficiente como para regresar a la madrugada y exigir toda la ginebra que conviene al corazón cuando los termómetros hierven. Ginebra y poesía y estos versos de Carlos Salem donde late, inevitablemente, un fondo de tango (permítaseme el tópico) pero también el combate contra el paso de los días y la rutina entendida como monstruo sediento de nuestra sangre.
“El tiempo es una bola pegajosa
que disparo
por la ventana al viento irregular
que empuja la noche
hacia otro lunes”.
Los domingos matan más hombres que las bombas, sentenció Bukowski, pero ¿y qué decir de los lunes y de los martes y de todas esas horas perdidas en los transportes púbicos? Sólo la noche nos salva.
Bueno, tal vez, en realidad, es todo pura pose y nos gusta fingirnos canallas y escribir poemas que truenan en el humo de cualquier tugurio. Tal vez leemos poesía temerosos de abandonar para siempre la adolescencia, como un refugio de la edad adulta, como un modo de regresar a un tiempo donde todo era más fácil porque el futuro era 3º de BUP y el amor, la chica rubia que se sentaba en el pupitre de al lado. Así que tomamos estas Memorias circulares del hombre peonza y de nuevo somos jóvenes cachorros dispuestos a acometer toda ferocidad. O, como poco, nos baja la fiebre y agosto se congela un instante y mi gata bosteza y me da Salem ocasión de recomendar, desde este diminuto rincón, un poco de poesía (que nunca hace daño).
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