La maldad de un hombre

28/08/2012

Joaquín Pérez Azaústre.

La presunción de inocencia no sólo cuida al reo, no sólo lo protege de cualquier ira pública, sino que nos ampara a los demás. La presunción de inocencia, además de exigir su quebradura, por medio de un proceso judicial, a través de las fases de instrucción, primero, y de ejecución, después, para poder condenar a alguien por la comisión de un delito, cuida también nuestra conciencia colectiva, nuestra tranquilidad y nuestra fe en la bondad recíproca. No es que vivamos en una sociedad que riegue los mejores sentimientos, pero sí que hay un tipo de dolor infringido al más débil, a los más confiados e indefensos, con mayor agravante en el caso de una filiación, que parecen fuera de nuestra comprensión, de nuestro alcance objetivo, y por eso a pesar del indicio, la duda o la sospecha, siempre nos queda la presunción de inocencia: no sólo al que es juzgado, sino también a los que somos juzgados con él, porque un hombre puede ser, también, todos los hombres, y de cualquier manera hacemos, todos, la misma sociedad.

En el caso de José Bretón y de la desaparición de sus dos hijos, esos dos niños de dos y de seis años, que lleva ya once meses trayendo por la senda de la asfixia vital más descarnada especialmente a su madre –porque el padre, antes y después de ingresar en prisión, ha mostrado la calma más glacial-, hemos necesitado esa presunción de inocencia, además de por ser un principio jurídico constitucionalmente incuestionable en nuestro ordenamiento penal, para garantizarnos, mientras nos ha durado, una cierta tranquilidad suave, una cierta esperanza colectiva: mientras no se demuestre lo contrario, el padre es inocente; mientras no se demuestre lo contrario, los restos encontrados en la finca de Las Quemadillas siguen siendo restos de animales; mientras no se demuestre lo contrario, este padre no es un asesino y sus dos hijos siguen vivos.

Pero la aparición de un segundo informe forense de Francisco Etxebarria, dictaminando que sólo a simple vista, aunque también se ha ayudado de una lupa binocular, es posible apreciar la morfología inequívocamente humana de los restos quemados, además de su edad, entre dos y seis años, apoyado por un tercer informe encargado por la Policía, hace que la conjetura se aproxime bastante a la evidencia.

Nos encontramos, entonces, con la maldad de un hombre. Nos encontramos con ese horno en el campo, de cavidad arcillosa, con una chapa metálica en lo alto, con una temperatura que pudo superara los 800 grados, con lo que no quedan restos de ADN.

Queda, todavía, la escenificación completa del horror. Ningún hombre es culpable por un semblante frío o por ser silencioso, ni siquiera por ser agresivo o violento, un hombre es culpable. Pero mientras se va quebrando, lentamente, la presunción de violencia de José Bretón, como esos mismos huesos pequeñísimos, casi del tamaño de una uña, que han sido analizados con denuedo, vamos extraviando la inocencia no sólo de su padre, de un ser malo, sino también la de una sociedad acostumbrada a una pacifismo ingenuo: porque la maldad existe, ha existido y también existirá, y no ha necesitado nunca una explicación para engendrarse o para destruirnos.

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