Houellebecq poeta

21/09/2012

Daniel Serrano.

Eterno adolescente y tocapelotas a tiempo completo, Houllebecq escribe poesía como si todavía paseara su extravagancia introvertida por los pasillos de un liceo de suburbio. Michel fuma en la portada y luce revuelto el cabello ralo con ademán de estrella del rock&roll tardía. Escribe: “En el momento que suscitéis en los demás una mezcla de horrorizada compasión y desprecio, sabréis que vais por el buen camino. Podréis empezar a escribir”. Houellebecq concibe la literatura como inacabable pelea contra el mundo y como vía para expresar la inadaptación que aqueja a todo artista verdadero. Y su poesía, por tanto, ha de ser radicalmente houellebecquiana y llora y maldice al universo y exhibe un pesimismo que atufa, a veces, a ese exhibicionismo tan propio del puberto al cual atormenta (en realidad) no tanto el desgarro existencial como el acné que afea su nariz.

Houellebecq poeta tiene momentos brillantes pero quizá no tantos. Aún así, es Houellebecq, y su carisma y desvergüenza nos seduce y, además, a veces refulge el verso que puede alcanzarnos hondo. “Nos dirigimos, lo sé, hacia extraños amaneceres” sostiene Michel, quieto en la oscuridad, adornado por el humo de su cigarrillo, aguardando la aurora, garabateando: “La larga hebra del olvido se devana y se teje/ Ineluctablemente. Gritos, lloros y lamentos./ Renunciando a dormir, siento la vida deslizarse/ Como un gran barco blanco, tranquila e inalcanzable”.

Esta Poesía de Houellebecq se lee sin cansancio pero, a la vez, da la impresión de no alcanzar la temperatura adecuada. Houellebecq en su prosa deslumbra cuando, en medio de su desoladora frialdad, penetra el calor de lo emocional. Cuando, tras denostar el amor y sus zarandajas, admite que es la única guía que el ser humano posee en este planeta hostil. Eso es lo que le hace grande en Plataforma, La posibilidad de una isla, El mapa y el territorio. Esa cualidad es más difícil de encontrar en sus versos.

Pero sí, admitámoslo, sus poemas tienen una notable calidad y contienen esa grandilocuencia de los gruñones que se niegan a crecer: “La conciencia exacta de uno mismo/ Desaparece en la soledad./ Viene hacia nosotros, el infinito…/ Seremos dioses, seremos reyes.”

Adentrémonos en el otoño de la mano del Houellebecq poeta, aunque le prefiramos novelista. Como música de fondo puede valernos Carla Bruni musitando los versos de La possibilité d’une îlle. Mientras leemos: “La mañana era clara y rotundamente hermosa; /Tu querías preservar tu independencia./ Yo te esperaba, mirando a los pájaros./ Hiciera lo que hiciese, habría sufrimiento”.

Nadie me quiere y encima nos vamos a morir. La vida es un asco. Eso dicta Houellebecq verso a verso pero es tan evidente su nihilismo que, a veces, nos surgiere la posibilidad de la parodia y en la negrura hay un punto escondido de humor y tiene la cosa la gracia de una hipérbole, como si Houellebecq se burlase de sí mismo. Pero no. También está el sufrimiento legítimo y el rostro atroz de la sucia realidad,

Houellebecq pontifica: “El poeta es un parásito sagrado”. E ironiza: “Un poeta muerto ya no puede escribir. De ahí la importancia de seguir vivo”. Pero, al final, resume su filosofía desoladora en una frase lapidaria: “No temáis a la felicidad: no existe”.

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