Allí estaba, sentada en su silla de ruedas, con su hija y su nieta, cenando algo muy rico en uno de los restaurantes más famosos de la ciudad. Ella tenía el pelo muy canoso. Y los ojos muy grises. Los huesos muy finos y la piel blanquecina y trabajada.
Bebía a sorbos de un vaso que su hija le acercaba a la boca. Bebía la mujer sorbo a sorbo, como si se le fuese la vida en ello, debía de rondar los 95 años, y bebía a sorbos pequeños del vaso que su hija le sostenía con sus manos, con suma delicadeza.
Y me detuve en seco allí, y me quedé mirando a la mujer. Bebía vino, vino blanco. Lo supe porque tras unos segundos de observar cómo su hija le sostenía el vaso, la hija separó el vaso de los labios de su madre y lo volvió a rellenar del preciado vino. Le acercó a la mujer el vaso, a los labios, de nuevo, y la mujer bebía ese vinito que le daba vida.
Al poco rato supe qué estaba pasando allí. Yo era una viandante más. Pero cuando vi que las cámaras y la prensa se acercaban a la mujer, lo hice yo también, conociendo el porqué de todo aquello.
La mujer quería hacer llegar a todo el mundo el final de su vida.
Me senté allí, y me quedé a ver la escena. La mujer, en cuestión de minutos tenía un micrófono conectado. Tres focos alumbrándola. Y cinco o seis personas desconocidas alrededor, entre cámaras y periodistas. Pero aquella mujer ni se inmutaba. Haría publico el final de su vida y no parecía estar nerviosa ni nada por el estilo. Y su hija parecía orgullosa y su nieta miraba a su abuela con adoración.
Pasó la mujer hablando de lo que ha sido su vida durante dos horas. La voz de la mujer se escuchaba muy nítida, pude escuchar grandes frases, como por ejemplo: “la vida se llama vida porque se termina” o “morir no debe de hacernos sentir tristes, sino honrados y felices, por haber logrado mantener con vida a nuestros descendientes” o esta otra “solo hay que entristecerse al morir, cuando tu cuerpo no vale ya para nada, pero tu alma te grita que quiere seguir viviendo”.
Más tarde todo terminó. Y a la mujer le sirvieron otro vinito blanco. Que de nuevo, su hija se lo acercó a la boca para que su madre bebiese, pues debía de tener la boca ya muy seca tras el rato de charla. Las cámaras se apagaron. Los periodistas siguieron su camino. Y a la mujer se la llevaron empujando su silla de ruedas.
Varios meses más tarde la mujer fallecía, dejando 7 hijos y 10 nietos aún con toda una vida por delante.
Y yo supe de la noticia en televisión, porque la mujer era escritora y la reconocí al instante. Y tras la previa emoción que sentí, llegué a la conclusión de que hay muertes injustas y justas. Y que la suya había sido una muerte muy justa. Una muerte que había llegado a tiempo. Y es como deberían de ser toda las muertes. Todos los finales de la vida de las personas. Con 95 años (o más) y con un vasito de vino delante. Y la mujer nos dejó la vida para nosotros con un traguito de vino en la garganta y otro de esperanza porque algo de ella se mantendrá vivo, dentro de su generación y en el transcurso del tiempo.
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