Entre la indignación y el desconcierto

08/10/2012

Roberto Velázquez.

Según muestran las últimas encuestas de opinión, los españoles se encuentran, no solo indignados ante las consecuencias de la crisis económica, sino también desconcertados y, en momentos tan graves, no saben en quien confiar,  no se fían absolutamente de nadie y cunde inevitablemente el desánimo. La crisis económica parece una catástrofe fuera de control, que sobrepasa la capacidad de decisión y acción de quienes en principio cuentan con la legitimidad democrática para tratar de gestionarla y gobernarla.

Pero la crisis no se produce porque sí, sino que es consecuencia de un sistema que estaba obnubilado por la maximización de los beneficios y en el que la codicia de los agentes financieros encontraba campo abonado para realizar grandes negocios, contando con la pasividad de los responsables políticos que vivían confortablemente y se regodeaban en la aparente prosperidad que beneficiaba al mundo desarrollado. Porque, aunque nos parezca muy lejano, no hace tanto que disfrutábamos de momentos de bonanza económica, con extraordinarios beneficios empresariales y un nivel de gasto y de consumo público y privado desenfrenado.

Sin embargo esa extraordinaria riqueza no se distribuyó equitativamente y la participación de las rentas del trabajo en la renta nacional apenas experimentó variación. No hubo mejoras significativas de los salarios, pero, a cambio, había un acceso fácil y barato a los créditos y la gente entró en una ilusión de riqueza, aunque fuera a plazos, y, al tiempo que alimentaban el beneficio de quienes les proporcionaban financiación para sus necesidades o caprichos, hipotecaban sus vidas. Y, lamentablemente, las ilusiones no son eternas y antes o después hay que enfrentarse con la dura realidad.

Aunque los discursos oficiales no incidan en ello, la crisis tiene responsables y culpables. Unos responsables y culpables que, cuando fue preciso, fueron apoyados y ayudados con fondos públicos, procedentes de todos los ciudadanos, con unos mecanismos endemoniados que, al tiempo que los rescataba, les abría nuevas posibilidades de negocio rentabilizando los diferenciales de interés entre los préstamos que recibían del BCE y los que ellos hacían a los Estados con primas de riesgo crecientes. Demasiado para la capacidad de comprensión lógica de las pobres víctimas de semejante tinglado, que, además, son las que sufren en sus carnes el desempleo, la desesperanza, los recortes de derechos, de prestaciones sociales y demás secuelas.

Estamos ante una crisis de carácter global, pero sus efectos, en distinto grado y medida, se viven de forma particularizada en distintos ámbitos nacionales. Las soluciones, a pesar de todo, deberían ser también globales, pero el ámbito de acción de los respectivos Gobiernos e instituciones democráticas es nacional y en los organismos supranacionales los acuerdos y su aplicación parece que se vuelve imposibles por la primacía de los egoísmos nacionales y el egoísmo de los políticos, más atentos al cálculo electoral y a las conveniencias partidistas que al servicio del interés general y del bienestar de sus ciudadanos.

En España, nuestros gobernantes parecen haber descubierto a estas alturas de la historia el despotismo ilustrado y están dispuestos a sacrificarse y a tomar medidas que, según dicen, les resultan dolorosas, pero que consideran necesarias y beneficiosas para el pueblo, pero sin contar con él más que como sujeto pasivo, víctima doliente de una situación de la que no se considera en absoluto responsable. Y así toman por su cuenta y riesgo medidas contestadas por todos y se muestran incapaces de alcanzar pactos con otras fuerzas políticas y de dialogar y negociar con los agentes sociales.

Y así nos va. Indignación, desconcierto, desconfianza y profundo desánimo.

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