Escenas de la lucha de clases en Wall Street

30/11/2012

Daniel Serrano. Si The New Yorker no existiese el mundo sería un lugar peor y disculpen la petulancia, dado que en este país sienta muy mal hacer alusiones cultas en vez de hablar de fútbol y eructar sonoramente.

The New Yorker ha acogido en sus páginas a Capote, Cheever, Dorothy Parker, Roald Dahl, Carver, Yates, Updike, Salinger y un larguísimo etcétera. Pero, aparte de sus textos, The New Yorker son sus deliciosas ilustraciones y viñetas humorísticas. Y he aquí una selección muy pertinente para los tiempos que corren. El libre mercado y sus miserias caricaturizado en bellísimos garabatos.

O la lógica del capital expuesta de un modo absolutamente claro: “Yo también odio ser un cabrón codicioso pero tenemos una responsabilidad ante nuestros accionistas” exclama ante sus esbirros encorbatados un monigote bigotudo y fumador de habanos. En crudo más o menos el tipo de justificación que ofrece un directivo a sus camaradas de gintónic afterwork para justificar un ERE masivo que se produce (curiosamente) en paralelo al reparto de sustanciosos bonus. El sarcasmo (si resulta brillante) no es más que un modo certero de explicar la realidad.

Y la realidad es un eterno retorno en el que los ciclos se repiten y mira que lo advirtió don Carlos Marx pero no aprendemos. Me refiero a que en este volumen sorprende hallar chistes de remotas fechas y rabiosa actualidad. Viñeta de los años 30, en preciosos trazos de negra tinta china vemos a dos guapas jóvenes casaderas que comentan: “Es inversor, o especulador, o malversador. En todo caso, es rico”. Años 40, un jefazo de gesto severo se dirige a su empleado: “Esta espiral de salarios y precios en aumento tiene que parar en algún momento, Fleming, y he decidido empezar por usted”. Años 70, reunión de un consejo de administración (¿de una entidad bancaria?): “Caballeros, nuestra tarea consiste en convencer al gobierno de que la solución ideal a cualquier problema sigue pasando por inyectar más dinero”. Y ya, del año 2000 en adelante, lo mismo de lo mismo. El capitalismo es incorregible. De ahí el chiste  en el que un sonriente directivo a su exclusiva pandilla de congéneres: “Bueno, chicos. Vamos allá, a ganar cuatrocientas veces más que nuestros empleados”. O ese otro en el que un apesadumbrado bebedor de martinis, en la barra de bar, musita lastimero: “Quiero que me devuelvan mi burbuja”. O la parejita madura que entiende su sino y lo asume con paradójica alegría: “Si nos jubilamos tarde y nos morimos pronto, nos apañaremos”.

Y qué delicia de ilustraciones, obras de arte minuciosas, tan New Yorker, con algo de aroma a esa exquisita cultura bostoniana preservada contra viento y marea en el reservorio de papel de un semanario que debiera declararse patrimonio de la humanidad.

El dinero en The New Yorker es un libro excelente, un regalo perfecto para estas navidades, una lección de la historia de la lucha de clases en Wall Street e inmediaciones. Y disfrutable 100% también el prólogo de Malcolm Gladwell, divertida y lúcida reflexión acerca de la diferencia entre los espíritus prácticos y las almas románticas, o sea entre aquellos que viven para lucrarse a toda costa y quienes, por ejemplo, dibujan señores con grandes narices para hacer reír al prójimo.

260 páginas de humor y crítica al capitalismo desbocado y a las élites financieras. A veces de modo tierno, como en el chiste de los años 20 en el que una flapper le comenta a otra: “No tiene derecho a ser tan tonto. ¡Tampoco es tan rico!”. A veces con mucho más mordiente: “Lo más curioso de Morley es que ha sacrificado sus ideales y sigue sin ganar dinero”. Y en ocasiones, con un tono casi naif que, sin embargo, refleja muy bien que el sistema, desde luego, no es perfecto. Dos pobres muy similares a los que dibujaba Gila. Un comentario: “Mira, mira, por ahí va otra vez: la mano invisible del mercado haciéndonos un corte de mangas”. Este es el mundo, amigo.


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