“Entreguerras”, Caballero Bonald y su Premio Cervantes

06/12/2012

Joaquín Pérez Azaústre.      

Caballero Bonald en su danza perpetua, en su vuelo añadido sobre el tiempo en sus manos. Esto es lo que ha hecho ahora Caballero Bonald, en su libro Entreguerras: ser el protagonista de su propia sustancia literaria, que nunca ha sido sólo ni la novela ni el poema ni tampoco la prosa de memorias –lo que no sería poco, por sí mismo, en ninguno de los tres casos-, convirtiéndose también en el sustrato múltiple del ritmo, la arquitectura y la cimentación de un libro que abarca, sostiene muchos libros. No me gusta escribir ni decir que Entreguerras culmina la obra de Caballero Bonald; quizá sea cierto según un punto de vista exclusivista, que estudia la obra en marcha en orden cronológico. Pero hace ya muchos libros, y también muchas horas, días y años de lectura, que tengo bastante claro que la obra de José Manuel Caballero Bonald es circular, lo que no siempre puede decirse de la obra total de cualquier gran poeta.

Por poner dos ejemplos de su misma generación, la del 50, dos ejemplos que además conozco bien: Jaime Gil de Biedma y Claudio Rodríguez. Tanto monta, monta tanto, podría escribirse sobre su influencia posterior en los discursos estéticos. Sin embargo, tienen en común algo: que la evolución de su poesía se integra en esa línea del tiempo natural. Se empieza y se termina, pero no vuelve al principio, porque en uno la línea es su continuidad intelectual, fruto de la propia reflexión, y en otro es el torrente que nace y discurre y cae, pero no a la manera de Heráclito, sino porque al final termina.

No es que en la obra –tanto en la poesía como en la narrativa, incluyendo aquí su flujo autobiográfico, también reunido en La novela de la memoria– no haya también un análisis íntimo de la propia evolución, o no brillara, también, un principio y un día de escritura postrera que ha llegado hasta hoy. Pero leyendo Entreguerras, que es su biografía convertida en asunto poliédrico del libro, su médula central, tanto de la propia poesía como del propio naufragio o los naufragios, de cómo se modula la estrategia o también el héroe y su descrédito, las ciudades, los amigos y el amor, uno tiene la sensación de que Caballero Bonald ha cogido toda su literatura y la ha vuelto a amasar.

Más rica, seguramente. Y ambiciosa como siempre, o quizá como nunca. Porque no conozco en la poesía española reciente –y cuando digo reciente me refiero, desde sus propios compañeros de generación hasta los de la mía cronológica, que ha crecido con un falso prestigio de lo mínimo- un empeño mayor, un riesgo ni una voluntad como la que ha mostrado Pepe Caballero en Entreguerras. Quizá “la maquinaria triste del invierno activa de algún modo / el movimiento migratorio de los libros”, pero Entreguerras es un libro, o un poema, o una novela, o unas memorias, o todo, que migran eternamente hacia su propio espíritu, que han logrado nombrar toda la escritura de una vida. Es el poema sin tiempo, es el libro sin tiempo. Es su revelación inmaterial.

Afirmó una vez en una entrevista que “la tan cacareada sencillez no es sino la coartada de los incapaces”. Quizá no sea casual que algunos de los poetas españoles jóvenes más prometedores, o ya realidades firmes, que no han ocultado nunca en sus libros el deseo de la mayor dicción poética, como José Luis Rey, Javier Vela o José Daniel García, reconozcan a Caballero Bonald como maestro. También es compañero en juventud, en la mirada dura y penetrante al acecho de su propio poema. El suyo es un Premio Cervantes muy bien dado, un brindis al cielo de Sanlúcar en busca de la sombra milenaria de Argónida.

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