Al calor de esta especie de Semana Fantástica de la Transición celebrada por todo lo alto con motivo del 75 aniversario del Rey no estaría de más que dentro del escaso margen que permite este país, se reflexionara sobre si no se ha pervertido tanto su significado como para pasar de ejemplo de convivencia, que lo fue, a excusa recurrente para justificar lo que para muchos, principalmente los más jóvenes, ya es injustificable. Me refiero a un sistema democrático manifiestamente mejorable, empezando por su propia ley electoral, o instituciones que, sin negar su protagonismo en determinados momentos, están hoy peor valoradas que nunca y, con independencia de vaivenes de yernos y elefantes, fuera de lugar más aún en el siglo XXI. No se trata tanto de ideología como de sentido común. En un sistema democrático, aun con carencias, que el Jefe del Estado sea ajeno al respaldo electoral de los ciudadanos y no al RH de su árbol genealógico es simplemente un disparate.
Algo que, como es obvio, no destierra los argumentos de quienes defienden legítimamente la monarquía aunque sea con razonamientos más próximos al papel couché que a la lógica. En su derecho están siempre que no nieguen a su antagonista el suyo a defender que vivir de las rentas históricas, al igual que los yogures, debería tener fecha de caducidad. Y no sólo me refiero al papel de don Juan Carlos en el 23-F, de tan manido cada vez menos eficaz, sino a quienes tuvieron un lugar preeminente en los títulos de crédito de aquellos tiempos y, más de treinta años después, vuelven a autohomenajearse.
Ya sabemos que lo hicieron muy bien señores, que todos cedieron, que entre todos despejaron el camino de minas ideológicas para arrimar el hombro, que gracias a ello, después de cuarenta años de ignominia, se pasó de sintonizar en blanco y negro al color. Sabemos todo eso y más. También sabemos que, por el camino, muchos se dejaron la juventud en la cárcel, la piel en las torturas, la vida en una manifestación o una huelga. Y que las grandes mayorías silenciosas, poco a poco se sacudieron el miedo, pero no se liberaron de los grandes esfuerzos para que sus hijos pudieran ser los primeros universitarios de la familia. Y es posible que, hasta sin ser conscientes de ello y, por supuesto sin que les hagan entrevistas por su cumpleaños hayan sido tan o más protagonistas de esta película que, de tan vista, empieza a ser aburrida.
Una cosa es que un pueblo que olvide su Historia esté condenado a repetirla, que como cita bien está, y otra muy distinta que cada vez que se alborote la sociedad, y en la actualidad motivos sobran, se nos restriegue lo mucho que costó implantar un estado de derecho que, francamente, dicho por según quién sólo se puede interpretar como su derecho a estar como diputado, luego como ministro y cuando lo deje de consejero de una empresa. Y eso es, entre otras muchas cosas, lo que se cuestiona. No el valor del pasado sino la mejora del presente y la garantía de un futuro ¿Es mucho pedir?
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