El fin de los palacios de invierno

05/06/2017

Joaquín Pérez Azaústre.

Los palacios de invierno nos miran a los ojos, nos alumbran, alojan la conciencia de un sol breve, danzante en la retina, como un abrigo antiguo que de pronto se abre y nos abraza, con su tacto de tiempo. Es lo que sucede con los mejores libros de memorias, como es El fin de los palacios de invierno, de Luis Antonio de Villena: que nos interpelan, nos acogen también y nos sumergen en un cuestionamiento de nuestra identidad, como un espejo múltiple que nos ofrece un fondo rutilante, con sombras añadidas, pero también matiz, grieta y herida, porque es su voz total la que nos habla, con su daño y su luz. El artificio literario desaparece cuando tenemos la sensación no de haber salido, sino de haber llegado al encuentro de un hombre. A través de las sombras y de las situaciones, de las estancias amplias de un pasado esplendor que podría haber sido el material larvado de un olvido, el desmoronamiento se convierte en un nuevo fulgor sin artificio, porque insisto: es un hombre entero el que nos habla, con su vida esbozada, sin ponerse demasiado estupendo a sí mismo, con una sensación de verdad.

Escribo “sensación de verdad”, y no verosimilitud, que también podría ser. Pero la verosimilitud es una condición de la ficción que resulta creíble, aunque parezca increíble, mientras que la verdad, su sensación lectora, se teje con matices mucho más delicados, más sutiles y frágiles, pero también más amplios, fulgurantes de un raro magnetismo que nos hace asomarnos a un álbum de fotos, con términos de familia, del que también nosotros formaremos una parte asumida, con su fuego níveo de revelación.

En la casi infinita, abisal y abismal producción literaria de Luis Antonio de Villena, desde el inicial libro de poemas Sublime solarium, de 1971, hasta los más recientes La prosa del mundo o Proyecto para excavar una villa romana en el páramo, pasando por novelas –El burdel de lord Byron, Chicos, La nave de los muchachos griegos, El sol de la decadencia o Malditos-, o los estupendos ensayos, más allá del tono, del registro, del toque culturalista inicial o el radical de vida y noche en Marginados o el intimismo confesional y elegíaco de Las herejías privadas, más allá de sus mitos grecolatinos, de Wilde, de Byron, de la sombra del padre, del amor de la madre, de su mundo espectral con su nervio encendido de fascinación y fiebre, siempre hay algo que late: la vida, la pura y dura vida, la fascinante vida, de un hombre que escribe, más allá de su erudición –siempre puente, no destino-, desde la rutilante vida.

“Aleixandre entró enseguida con corbata y un jersey de punto, muy correcto, y me invitó a sentarme con obvia simpatía. Él solía quedarse en el viejo sofá –donde como más tarde supe hacia el reposo tras el almuerzo- y yo me quedé en uno de los sillones. Hablamos de poesía (…). A los diez minutos yo tenía la sensación de que conocía a aquel gran poeta desde hacía mucho tiempo (…). Hablamos y hablamos, hasta que el viejo reloj de pie dio las nueve. Yo estaba avisado, ése era el momento de despedirse. No hablamos de la poesía del propio Vicente (que había empezado a leer no hacía mucho) pero sabía, y comprobé que era verdad, que ese requisito que tantos poetas mayores implícitamente piden, Aleixandre no lo precisaba en absoluto. Pero yo llevaba una antología suya par que me dedicara, era Poemas amorosos, editada por Losada (en Argentina) en los primeros años sesenta, creo. Vicente sacó un bolígrafo que llevaba quizá en algún bolsillo interno del jersey y escribió: “Para Luis Antonio de Villena, tras una charla den poesía y amistad. Un abrazo: Vicente Aleixandre, 1970”. Luego, siempre más que cordial, me acompañó hasta la puerta que daba al mínimo jardín, me ayudó a ponerme el abrigo, me estrechó cálidamente la mano, y mientras yo me giraba al despedirme, antes de cruzar la verja, me devolvió el saludo alzando la mano (bajo el pequeño farol) y le oí decir nítidamente: “No dejes de llamarme pronto, me ha gustado mucho conocerte”. No sabría decir otra cosa sino que en esos momentos, mientras subía a buscar un taxi en Reina Victoria, yo me sentía enormemente dichoso”.

¿Cuántas veces hemos escuchado hablar de Velintonia, antes Wellingtonia, de ese palacio interior de la poesía que fue el chalecito de Vicente Aleixandre? Recuerdo cuando José Luis Rey y yo llegamos a la Ciudad Universitaria, más o menos sobre 1998, y fue nuestro primer destino más o menos elegíaco, pero también celebrador y desoladoramente solitario, porque aquello parecía no la famosa casa de Aleixandre, sino la del inventor H. G. Wells después de haber partido en su máquina del tiempo, revisitada muchos años después. Así, muchos años después –ahora me parece que no tantos- regresamos nosotros al momento en el que nunca estuvimos, que ahora nos relata Luis Antonio con su fiebre de vida. Testimonio de una época, sí, pero también de un viaje personal desde la infancia, con su diferencia y disidencia, todo un mapa de rostros, de timbres luminosos en la piel del verano, con su calma despierta en la orilla de sal. Es mucho lo que Luis Antonio de Villena nos da aquí: Tánger, Tennessee Williams, Aleixandre (también íntimo), el descubrimiento de Cernuda, su familia, esa casa de mujeres, entre bailes silentes, el chino, los viajes, y la sombra del padre, como un gran personaje de este libro, en los rasgos difusos que pueden ser un rastro del autor.

Noche y literatura. Literatura y sexo. Fiesta de manjares tentadores, lejanos, de un mundo entusiasta, como ese enorme piso de París en que pudo asistir a un latido distinto. Lo viviremos, sí, lo viviremos, en El fin de los palacios de invierno, primer volumen de memorias de Luis Antonio de Villena, en el temblor de un hombre que sigue reconociendo, al escribirlo, al niño que aún espera una caja de caramelos borrada por la vida.

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