Es otoño, luego época de castañas. Me gusta vivir las estaciones a través de los árboles. Hay que ir al campo para disfrutar de los cambiantes colores de un castaño, porque los que vemos en las ciudades son los llamados Castaños de Indias, unos árboles muy urbanitas que adornan bulevares o parques con maravillosos ejemplares que suelen dar un fruto no apto para comer, el que llamamos castaña porque aparentemente el fruto es el igual, aunque el envoltorio difiere. Las que se pueden comer y son hijas del castaño auténtico están encerradas en una bola de pinchos, las falsas, que inundan las ciudades, también están encerradas dentro de una bola pero sin pinchos.

La castaña no es un gran fruto en sí mismo, sin embargo la naturaleza la ha dotado de una buena protección, la gran cápsula espinosa que la recubre no se abre hasta que la castaña está a punto. Es un buen alimento que nos aporta hidratos de carbono, fosforo, magnesio, calcio, hierro, vitaminas B3 y E, mucha fibra y nada de grasas, su sabor es más bien discreto pero nos compensa por ser un buen antioxidante.

Sin embargo, una humilde castaña se convierte en un dulce delicioso después de someterla a un complicado proceso de cocciones sucesivas a poca temperatura en un almíbar aromatizado con vainilla. Se trata de que la castaña quede tierna por igual pero manteniendo su textura y forma.

En Pastelería Mallorca, compramos en Francia las castañas ya cocidas en almíbar y las glaseamos en nuestro obrador. Es un dulce sin duda muy exquisito y sofisticado, pero, desafortunadamente, poco conocido entre los más jóvenes.

Yo les recomiendo probar alguna vez, si no lo han hecho ya un buen marrón glaçe, acompañado de una copa de champagne o como contraste con un buen gin tonic después de la cena.