‘Sueño’: Comedia y dolor

11/05/2017

Luis M. del Amo.

Andrés Lima completa en la Abadía el estudio de la risa del Teatro de la Ciudad.

El teatro habla a su tiempo. Si hace unas semanas comentábamos aquí La ternura, de Alfredo Sanzol, la indagación de este dramaturgo y director en torno a la comedia, hoy llega el turno de hablar de Andrés Lima, el escritor y director de Sueño, la obra estrenada esta semana en el madrileño Teatro de la Abadía, y que es fruto también de la investigación conjunta del grupo Teatro de la Ciudad sobre el hecho cómico.

Sanzol y Lima –Lima y Sanzol– han tomado como referencia la obra del inmortal Shakespeare para ahondar en los resortes de la comedia. De ahí la la comparación. Y decíamos al inicio que el teatro le habla a su tiempo a fin de poder comenzar este comentario con un rasgo que distingue a ambos autores. Y es que los dos, hablan a su tiempo. Se valen para ello de códigos compartidos con una generación, ya cuarentona, como la mía, cuyo uso les permite ahorrar tiempo y esfuerzo, y lograr rápidos entendimientos con el público que asiste a sus obras.

Así sucedía en aquella Días estupendos de Sanzol, cuando uno de los personajes se lanzaba a interpretar el Wicked game de Chris Isaak, un icono generacional que estuvo también presente en alguna obra del cineasta David Lynch. Y así sucede también en este Sueño de Lima cuando se monta una escena en torno a la música y la imaginería de aquel anuncio de perfume de los años noventa, Ô de Lancôme, donde una trapecista se columpiaba envuelta en tules. No hace falta decir más.

Dolor y comedia

Dicho esto, entremos en harina. Este Sueño de Andrés Lima, con la misma pretensión de explorar los límites del humor, elige caminos muy distintos de los de Sanzol. En este caso, en vez del amor, es el dolor el elemento fundamental que se mezclará, por un lado con Shakespeare y por otro con lo cómico, a fin de lograr hacer nacer esta nueva criatura teatral.

Para ello, Lima recurre a un hecho muy doloroso, la muerte de su propio padre. Y monta sobre la escena un espectáculo poliédrico, donde se multiplican los puntos de vista, que le sirve de reivindicación de la vida como exceso y como pasión. Se vale para ello de cinco actores. Y de un espacio único que va tomando la forma de los diferentes espacios donde se desarrolla la acción. Primero una residencia de ancianos, o clínica, donde un anciano recuerda su vida. Y, luego, diversos espacios, no muchos, por donde discurrirán los recuerdos del anciano, que son a la vez presente escénico y pasado, en virtud de la distribución de roles de los personajes.

Y es que, ahondando en la idea de la vida como sueño o sombra – no en vano se apoya firmemente en la shakespeareana El sueño de una noche de verano –, Lima introduce en escena el personaje del hijo – interpretado por Nathalie Poza, para mayor confusión – que sirve a la vez como introductor de ese pasado que se materializa ante nuestros ojos, y que es presente, y de comentarista de las andanzas de ese padre que luego – ahora – fallecerá.

Fiesta de la luz

La cosa es más fácil de entender que de explicar. Y el espectador no halla el menor impedimento a la hora de seguir la amarga comedia que repasa los últimos días del anciano, con hilarantes y crueles episodios. Como la huida a Gijón, emparejado en un último amor imposible a una prostituta de desternillante risa. O las múltiples escenas a la luz de un foco estraboscópico – los flashes discotequeros – donde el anciano aparece gozándola rodeado de mujeres y empapado en alcohol. O la roja orgía. “Algo muy loco”, tal y como dice el propio anciano.

Volveremos luego al tratamiento de estas escenas. Pero no quiero dejar ahora pasar uno de los aciertos de la obra, como es el habla, seca y esencial, del anciano, donde Lima demuestra buen oído y de cuyas virtudes saca petróleo el intérprete de este anciano, un magnífico Chema Adeva.

Y es que todo en esta obra es pura yuxtaposición. Presente y pasado, ya se dijo. Pero también una diversidad de puntos de vista. No solo los ya apuntados del anciano y de su hijo, sino también el de la Loca, un personaje que está continuamente en escena y cuya presencia dota de una naturaleza muy distinta a las escenas. Y que está además maravillosamente interpretado por Laura Galán.

Pero hay que referirse además al tratamiento lumínico de la representación. Y en este sentido hay que decir que la obra es una auténtica fiesta de la luz. Inolvidables, no solo los tonos anaranjados que bañan la hipnótica escena que parodia el anuncio de Lancôme, del que ya se habló; sino también los rojos de la mencionada orgía; y muy especialmente, el uso de esa luz estroboscópica, asociada al disfrute y a la diversión. Directo al corazón.

Por último, no puedo acabar sin referirme al resto de intérpretes. Unas maravillosas Nathalie Poza, María Vázquez y Ainhoa Santamaría, que, exigidas al máximo, ponen cuerpo al exceso, en esta vindicación de la vida como disfrute, sin olvidar su triste destino, y que nos habla además de ese momento desconcertante en que, en medio del dolor, irrumpe la risa, sin pedir permiso.

Teatro en estado puro. No se la pierdan.

Hasta el 18 de junio, en el Teatro de la Abadía de Madrid.

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