La puedes encontrar sentada sobre un cartón mojado, en mitad de Diagonal. Pide limosna. No es la única persona que pide en la calle. Pero ella, tras sus arrugas y sus ropas y su pose, esconde una belleza extraña. Tal vez sea porque se queda sentada, sin moverse, sobre el mismo cartón mojado de la tarde anterior, en que llovió y ella se quedó allí, inmóvil, abrazando a un perrito pequeño que tiene.

El abrazo era perfecto y conmovedor. Llovía y la mujer se abrazaba al perro. Y éste parecía devolverle el abrazo. Parecía que se estuviesen dando calor o protegiéndose del mundanal ruido que lo inunda todo. De esos pasos que les rozan y que en extrañas ocasiones se detienen frente a ellos para entregarles unas cuantas monedas.

Y pensé en lo fiel que era ese perro a esa mujer que apenas tenía un bocado que llevarse a la boca, igual que él, y a pesar de eso se mantenían unidos.

Así que en ese abrazo vi a la pobreza abrazándose tiernamente en mitad de Diagonal, entre pasos acelerados, y prisas. Un abrazo gratuito, un abrazo sincero  de esos que a todos nos hace falta.

Y sinceramente no sé si alguien más se detuvo esos hermosos instantes en que la mujer y el perro se abrazaron. Desconozco si alguien más se emocionó de la manera en que lo hice yo.

Supe que la pobreza tenía una mezcla extraña entre el ardor de los días por no tener nada, y la certeza de tener lo más importante, lo más difícil de conseguir en los tiempos que corren: un amigo fiel.

Me alejé de esa mujer, no sin antes acercarme y dejar unas monedas muy cerca de sus pies descalzos y rotos. Muy cerca de las patitas mojadas de perro. Y ambos me miraron. La mujer levantó la mirada hacía mí, entre la lluvia, casi interrumpiendo ese tierno abrazo. Y vi el mismo gesto tierno, en el rostro de la mujer y del perro.

Y desde ese día algo ha cambiado en mi mirada. Tal vez se me ha quedado un poco de ese abrazo y un resquicio de la pobreza que a ellos les sobra, en mis ojos.

Y de verdad, que me siento más feliz.