‘El corazón de las tinieblas’: Las raíces del mal

26/04/2018

Luis del Amo. Un aparatoso montaje de Darío Facal no logra sacar punta a la novela de Conrad.

Los estrenos se agolpan en la cartelera madrileña. Y si ayer tocaba comentar uno de los estrenos más esperados de la primavera teatral – el de Ilusiones, de Miguel del Arco– , hoy toca dar cuenta de El corazón de las tinieblas, el intento – frustrado, a mi entender – de Darío Facal de llevar a las tablas el misterio que encierra uno de los mitos de la novela contemporánea, como es la obra homónima de Joseph Conrad.

En la novela del polaco, el misterio se enrosca a lo largo de esa travesía por las aguas del Congo. El calor, el absurdo y los horrores de la colonización salen al paso de su protagonista, Marlow, el capitán de un vapor que remonta el río a la busca de Kurtz, un misterioso agente destacado en el corazón de la selva africana.

Lo cierto es que se me antoja una labor dificilísima adaptar esta novela. Un texto donde la mayor importancia reside precisamente en lo que no se ve. Y aquí radica a mi entender uno de los principales errores de la adaptación y de esta puesta en escena, ambas firmadas por Facal.

En cuanto a la adaptación, lejos de tomar forma dramática, el texto se limita a poner en boca de los personajes algunos fragmentos de la narración. Obviamente Marlow, como narrador, acapara gran parte del texto. Pero, salvo una última escena –la entrevista de Marlow con la prometida de Kurtz–, no hay una verdadera construcción de escenas, sino tan solo meras ilustraciones dialogadas de algunos pasajes de novela.

Esta ausencia de forma dramática, y el predominio de la narración, lastra a mi entender el espectáculo sin remedio. Provoca desinterés y en ningún caso lleva al espectador a trabar un acercamiento con lo que allí se representa, o más bien, se narra. Pero lo peor es que, una vez que se ha escogido esta baza, se elijan para representarla medios tan contrarios a sus fines. Y me estoy refiriendo concretamente a la pantalla de vídeo. Permanentemente encendida. Omnipresente. Y siempre compitiendo, cómo si no, con la palabra de los personajes en escena, mermando su eficacia, sofocándolas, en fin.

Así, salvo en el tramo inicial, y en la potente – esta vez sí – ‘elevación’ de Kurtz, no existe razón que justifique la utilización de esa pantalla.

Ya en su Shakespeare (El sueño de una noche de verano), Facal había apostado por incluir en la representación una pantalla en 3D, cuya función resultaba a la postre completamente indiferente. Pero entonces al menos no molestaba. Ahora, sí.

Paradojicamente, y quizás en un caso de justicia poética, la pantalla cobra el mayor protagonismo, y atesora algunos de los momentos con mayor fuerza, cuando al final, unos simples textos dan cuenta de los resultados de la colonización, y de las guerras desatadas por el comercio del coltán en la actual República del Congo.

En suma, un espectáculo aparatoso y con poco interés, debido por un lado, a una adaptación centrada en lo narrativo, y a una puesta en escena que conspira contra esa narración.

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